Lectura del libro de los Proverbios (9,1-6)
Sal 33,2-3.10-11.12-13.14-15
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (5,15-20)
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,51-58)
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
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Llevamos fijándonos, en los domingos del Tiempo Ordinario posteriores al tiempo de Pascua, en el modo de mirar de Dios, que Dios quiere regalarnos y tiene que llegar a hacerse nuestro modo si queremos seguir a Jesús.
Antes nos fijábamos en el modo de mirar de Dios y en cómo este modo requiere echar fuera el nuestro, si queremos abrirnos a lo de Dios. En estos últimos domingos (ya es el tercer domingo, y aún tendremos un cuarto) ha sido el mismo Jesús quien, a través del capítulo 6 del evangelio de Juan, nos instruye en este modo de mirar de Dios, y lo hace sacando a la luz nuestros modos viejos de mirar, nuestras mentiras y nuestras resistencias. Así es como va a irnos llevando desde ese pan abundante por el que sigues a Jesús porque te interesa, a ese otro pan, su mismo cuerpo, al que solo tenemos acceso por la fe. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Es verdad que internarse en este camino de fe es muy sobrecogedor, y podemos entender las dudas de los judíos: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Todo lo que humanamente comprendemos, todo lo que llamamos lógico o comprensible, lo que sostiene nuestra vida de todos los días, se ve desbaratado ante esta pretensión de Jesús de ser nuestro alimento. No podemos entender… no podemos aceptar… todo lo “nuestro”, lo humano natural, se escandaliza ante esta pretensión demoledora: si nos valemos de nuestra lógica, de todo lo conocido, rechazamos a Jesús. Si aceptamos a Jesús, tenemos que abandonar nuestra lógica, el modo de mirar de nuestro mundo. Entramos en un universo nuevo guiado por la fe, por la palabra de Jesús, y dejamos atrás la vida conocida. Así de radical es la propuesta que nos hace Jesús, o mejor, su exigencia: Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Empezábamos siguiendo a Jesús porque nos convenía. Luego, Jesús empezaba a cobrar protagonismo en nuestras vidas y, a medida que se hacía más y más central en nuestra vida, iba desbancando nuestros modos –el buscar a Dios por nuestro interés, las obras, las tradiciones, la tentación de protegernos de Dios- de relacionarnos con él. Ahora nos pide que le entreguemos eso “nuestro” –eso tan nuestro como lo que entendemos por vinculación, lo que entendemos y practicamos acerca de vivir de, vivir con o vivir para-, para poner lo “suyo”, su modo en ese lugar.
¿Por qué Jesús es tan radical? Porque él mismo se está dando entero: Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
¿Cabe una propuesta tan loca –desde nuestra lógica vieja, esa que tiene que caer para comprender desde la fe- y tan amorosa como la que Jesús nos hace aquí? ¿Cabe algo más grande que querer ser, no sólo nuestro amor, sino también nuestro alimento? ¿Quién ha querido unirse a nosotros hasta este extremo, ofreciéndonos así una unión como la que se da entre Jesús y el Padre: el que me come vivirá por mí?
Ya ves que esto no es algo que haya que sopesar. Es algo para lo que hay que suplicar fe, mucha fe. Tanta fe como sea necesaria para consentir al amor de Dios que se hace, en esta oferta de Jesús que se presenta como único camino de vida (Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros) y de amor a la vez.
Esta es una enseñanza de la Sabiduría misma, que nos quiere atraer y vivir con nosotros en un amor semejante al que une al Padre, al Hijo y al Espíritu: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis.
¿Cómo podríamos terminar de otro modo que suplicando a Jesús que él, que lo hace todo, nos permita consentir en esta locura de amor a la que nos invita? ¿Cómo no suplicarle que nos haga consentir, no sólo de palabra, sino con la vida?
Imagen: Marco Ceschi, Unsplash