Lectura del libro de Isaías (40,1-5.9-11)
Sal 84,9ab-10.11-12.13-14
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro (3,8-14)
Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,1-8)
Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.”»
Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre.
Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
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El día anterior Jesús nos hablaba de vigilancia, y esa vigilancia implica, como dice Silvio Rodríguez, caminar con “un ojo en el camino y otro en lo por venir”. Es verdad. Hace falta desarrollar una doble mirada que atiende por un lado a lo inmediato y lo hace porque no pierde de vista a donde nos dirigimos, aquello que se nos promete.
Vamos a empezar por hablar de aquello que se nos promete. Fíjate que aparece ya desde la primera palabra de la primera lectura: consolad, consolad a mi pueblo, – dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen”.
Lo primero es esta palabra por la que Dios viene a anunciarnos su salvación con amor desbordante. A veces nos pasa, cuando escuchamos hablar de preparar, allanar, enderezarse, etc., que nos fijamos primero en lo que nosotros tenemos que hacer. Según seamos, escuchamos esto que “tenemos que hacer” con rebeldía, docilidad, queja, aburrimiento, resignación….
Pero no. La primera palabra de Dios es este anhelo de consuelo con que viene a nosotros. Por favor, párate un momento y cae en la cuenta de este deseo de Dios de venir a consolarnos, porque ya está cumplido todo lo que nos había encargado.
O sea que es el momento para que nuestro Dios venga a nosotros. Para ello – Dios nos lo dice con un grito, para que nadie deje de escucharlo, para que nadie pueda perdérselo porque diga “yo no lo oí”-. Dios grita. Y lo que grita es que retiremos de nosotros todo aquello que estorba a la venida de Dios: estorba si en nuestro vacío no le preparamos un camino por el que entrar a nuestra vida; estorba si nuestra sequía se justifica para no esperar; estorba, si los valles, los montes y las colinas de nuestra vida no se disponen como camino libre para nuestro Dios; incluso lo torcido, lo escabroso que hay en nosotros, en nuestro mundo, puede hacerse lugar que se prepara para la venida de Dios. Así es cómo se revelará la gloria del Señor, y todos la verán.
No es solo que nuestro Dios trae una palabra de ternura. No es solo que él quiere ser nuestro consuelo. Además, él mismo nos dice cómo preparar el terreno de nuestra vida, sea de la clase que sea, para acogerle a él. Como hemos dicho, lo primero es su palabra llena de amor. Después, solo después, viene el modo como hemos de disponernos a esa palabra de amor.
También el Evangelio nos dice de qué modo reciben el anuncio esas gentes de Israel, que representan a todos aquellos hombres y mujeres que, cuando han sido invitados a la conversión, han respondido a ella. Tenemos, es verdad, muchas cosas en nuestra vida, muchas cosas en nuestro corazón de las cuales arrepentirnos. No somos en eso distintos de tantos seres humanos que a lo largo de los siglos, en ríos y estanques, en templos y en abrevaderos, se han acercado al agua de la vida para que ella limpiara sus pecados y así iniciar una vida nueva.
El evangelio de hoy nos relata como Juan el Bautista predica la conversión a las gentes de su época. Y nos dice también cómo esas gentes, movido su corazón por el arrepentimiento, movidos por el deseo de una vida nueva, más abierta a Dios y a los demás, más justa y más fraterna, se acercan a las aguas del Jordán para solicitar el bautismo que borre sus pecados y los reoriente hacia esa vida nueva que desean, que profundamente deseamos.
Y Juan los bautiza. Los bautiza, y no solo les dice que sus pecados han quedado perdonados y que en esa tierra abierta y disponible que son ahora puede acoger el consuelo de Dios, sino que les dice algo mucho más grande, algo que no había sido pronunciado hasta ahora: detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizara con Espíritu santo.”
Las gentes de Israel han escuchado esa llamada de Dios que siempre -tantas veces para cada persona y para cada pueblo-, nos ofrece venir a habitar nuestro corazón y nuestra vida. Los que toman conciencia de este anuncio consienten en abrir en su corazón un camino para nuestro Dios, tal como anunciaba Isaías predicando la conversión antes que Juan el Bautista. Hoy se nos anuncia a nosotros, a través de la palabra de Isaías de la primera lectura, a través de la palabra de Pedro en la segunda lectura, a través de la predicación de Juan el Bautista en el Evangelio, el deseo eterno de Dios de habitar nuestro corazón. Este deseo de Dios no nos es ajeno: este deseo de Dios colma toda nuestra vida. El que está vigilante, conoce que las instrucciones que Dios nos da de allanar nuestros caminos, de retirar nuestros obstáculos, de abrirle una calzada en nuestro corazón, son el modo de prepararnos para lo inmenso, para lo desbordante, para lo magnífico: que Dios venga a habitar en nuestra vida.
Si esto ya era un deseo grande en boca de Isaías o de Juan el Bautista, ¿qué es lo que ha sido para nosotros que, habiendo conocido ese bautismo de agua por el que Juan el Bautista anunciaba la salvación a Israel, hemos sido bendecidos por el bautismo con el Espíritu Santo que nos trae la vida nueva para siempre?
Tú, y yo, y tantos otros que como nosotros se enteran de bastante poco, estamos recibiendo en este Adviento, una vez más, una llamada a volvernos a nuestro Dios, arrepintiéndonos de nuestros pecados. preparando nuestra vida para aquello para lo que fue creada: para acoger la vida de Dios en nosotros, para vivir con Él, acogiendo su palabra de consuelo que es nuestra alegría.
Ya ves que llevamos dos domingos y hablando de la preparación para el tiempo de Navidad sin haber nombrado adornos, regalos, postales y todas esas cosas que adornan el exterior. Estamos hablando de la preparación del corazón, esa que, desde lo profundo, lo ilumina todo. Cuando la vives, ya sabes qué y cómo celebrar, ¿no es así?
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Imagen: Preben Nilsen, Unsplash