Seguro que tiene mucho sentido que, cuando somos niños, prioricemos las acciones que se refieren a la supervivencia por encima de todas las demás: que lloremos como locos cuando tenemos hambre, que nos enfademos cuando tenemos sueño y gritemos por un cambio de pañal que necesitamos con urgencia. Es saludable e indica que estamos bien conectados a la realidad.
El problema viene después. Aprendemos a buscar esas cosas básicas por nosotros mismos, y parece que entonces perdemos esa conexión que nos dice lo que necesitamos.
Sin embargo, seguimos teniendo necesidades: necesidades afectivas (ser queridos, atendidos, escuchados) y necesidades relacionales (de reconocimiento, valoración, exclusividad, pertenencia) que ya no defendemos con la misma eficacia. Aprendemos, por el contrario, a negar la herida que me produce un rechazo, a minimizar el desgarro que me ha provocado esta traición, el desconcierto ante tal o cual modo de actuar… cuando esto sucede, ha aparecido la fractura que muchas veces atravesará y desnortará toda nuestra vida.
Esta fractura que afecta a nuestros modos de funcionar y de estar en la vida, tan grave entre nosotros, llega a parecernos “normal” por lo común y lo extendida que está entre nosotros.
Es “normal” también, por la misma razón, que cuando perdemos la paz, cuando nuestro espíritu se llena de turbación o de angustia, nos escondamos de Dios en vez de lanzarnos a sus brazos. Es “normal”, entre seres fracturados, que nos veamos incapaces de escuchar nuestro interior, de dejarnos guiar por la paz o la falta de ella, por la tristeza o la alegría, por la inquietud o la anchura de espíritu como indicadores de lo que Dios dice en nuestro interior.
Lo mismo que no tiene mucho sentido andar preocupados cuando somos adultos por aquello que a los niños ocupa, tampoco lo tiene, cuando somos adultos que han conocido el amor de Dios, no secundar sus inspiraciones que reconocemos por todas partes: en nuestro interior y en tantas situaciones del día a día. Hacerse adultos, aprender a vivir podría ser reconocer que, si ya no necesitamos el cuidado que nuestros padres nos dieron cuando no podíamos, sigue siendo imprescindible, a cada minuto, dejarse guiar por el Padre en este mundo que es su Reino.
¿No te parece que ese es un modo de hacerse como esos niños (cf. Mt 18, 3) que nunca debimos dejar de ser?
Imagen: Tyler Nix, Unsplash
Agradezco estas reflexiones que no había decidido abrir y encuentro un tesoro para mi vida que estaba perdiendo. DLB