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Con María, hacia Pentecostés (II)

Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podríais entenderlas todavía. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. El no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará las cosas venideras. El me glorificará, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí. Todo lo que tiene el Padre, es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí. Jn 16, 12-15

(habla Myriam de Nazaret)

Lo que vino después estuvo marcado, como sucede siempre, por la sencillez de los que sólo queremos responder: guardaba en mi interior esta palabra inmensa por la que Yeshua, ahora Resucitado, me anunciaba la nueva o por mejor decir, creciente palabra del Padre para mí, y esta palabra inmensa la fui destilando en servicio, en entrega cotidiana, constante, gozosa. No fue nada costoso amar a estos hijos e hijas tan numerosos que Yahvé me había encargado amar con este amor de madre, también resucitado. Tampoco lo fue el que mi existencia ya no era tan oculta sino mucho más pública, ¿es que tenía yo que elegir dónde tenía que estar? Mi corazón, entregado a estos hijos e hijas, se fue ocupando de ellos del modo que correspondía en cada situación, y en no mucho tiempo –esto también lo atribuyo a la gracia, colmada y sobreabundante, sobre toda medida, después de la Resurrección-, me encontraba entre ellos como si nunca hubiera hecho otra cosa que amarles. Me maravillaba reconocer cuánto les quería ya antes de conocerlos, y cómo el encontrarme con cada uno daba forma a un amor que, sin saberlo, el Amor del Padre había puesto en mí. El Padre quería que los amara, yo quería amarlos y ser madre con cada uno y con cada una del modo que mejor manifestara el rostro de Yeshua, que todos reconocían en mí. Una nueva vida, sin duda. Pero ahora podía reconocerla como la misma vida. El Padre había querido que en mí, su vida inmensa se manifestara de este modo, y yo sólo era, después del don de la Resurrección, este deseo de entregarme, hecha más sierva y más amor cada vez.

En el día a día, creo que ya lo he dicho, este amor que no tenía límites ni fronteras se concretaba en amar a cada uno de estos hijos e hijas –yo no los llamaba así, pero algunos expresaban que me trataban como si fuera su madre del modo sencillo en que se iba dando. Tocaba de todo: a veces era coser un fajín para un recién nacido, o cuidar a los pequeños de una madre primeriza y desbordada; otras era orar con Pedro o alguno de los muchachos, o calmar la impaciencia de Santiago o hacerles algún dulce que les recordara cuánto hay que celebrar. Lo que se iba dando me encontraba disponible y abierta, y mi vida se iba desenrollando de este modo, entregando la trama de mi vida según pedía el telar. Los muchachos se impacientaban a veces, porque Yeshua les había prometido enviar su Espíritu, y ellos, tan fogosos siempre, se quejaban de que aún no llegara aunque, como les solía decir, no sabían cuál era el tiempo de Dios, y lo mejor era entregarse a lo de ahora, porque así, el propio tiempo nos preparaba para lo que estuviera por venir. Ellos lo veían de otro modo, pero el haberlo expresado los tranquilizaba un poco… hasta la siguiente.

Hasta aquel día en que sobrevino el Espíritu Santo, tal como Yeshua lo había prometido. Estábamos sentados a la mesa porque era un día de domingo. Aún no sabíamos de qué modo conmemorar el domingo, día en que Yeshua había vencido a la muerte, pero para todos era un día señalado, y además del Sabbat, que celebrábamos como siempre, ahora nos reuníamos en domingo, sin saber muy bien qué hacer, pero con la conciencia de que el estar juntos en ese día, recordándonos con nuestra presencia lo que habíamos visto y oído, parecía que todos buscábamos hacerlo así.

Era, más o menos, la hora de la ofrenda matutina. Todos los que esperábamos a Jesús nos reuníamos en casa de Mateo el domingo por la mañana, pasado el Sabbat, a orar juntos. Estábamos, pues, todos arrodillados en dirección a Oriente, cuando de pronto empezamos a sentir, todos a la vez, un viento tan fuerte que parecía que iba a volar la casa. Primero miré hacia afuera, para reconocer en seguida que el viento no estaba fuera, sino en el interior, donde nos encontrábamos. Un viento tan poderoso que no dejaba nada como estaba. Sin tocar nada de lo que había en la sala, fue como si hubiera dejado la estancia desnuda, despojada de todo lo que no fuera lo esencial, un espacio. Y lo mismo hizo con nuestro interior. En un instante, borró de cada uno todo lo que no era esencial: arrancó de la voluntad toda apropiación, todo deseo de posesividad y con la mentira; suprimió a la memoria de sus adherencias y la plantó en el hoy de lo real, de la verdad, libre de pesos; deshizo al entendimiento de todo deseo vano, todo lo que no fuera la penetración para comprender a Dios y su obra. En mí lo hacía igualmente, pero mientras lo hacía en mí, se me daba ver cómo lo hacía en aquellos, mis hijos, que expresaban en sus rostros, de formas distintas según el modo de ser de cada cual, la misericordia, la dicha, la compasión y todos los dones que se iban liberando en ellos.

Imagen: Ladislav Zaborsky

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