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El cuerpo, morada de Dios. Relectura a la luz de Hebreos (II)

En la carta a los Hebreos se destaca una transformación por la cual un orden antiguo (el del AT), que es superado por un orden nuevo: el del NT, que se inicia en Jesús. En nuestros tiempos, después de tantos siglos conociendo la integración que se da entre el NT y el AT, seguimos viviendo más insertos en lo que en la lectura integral del NT hemos llamado humanidad natural que en lo que hemos llamado humanidad según Jesús, por lo que nuestra vida sigue encontrándose lejos del orden nuevo manifestado en Cristo. Por eso una y otra vez volvemos a dicho orden nuevo, para ir reconociendo su sabor y sus signos, fijándonos ahora en aspectos concretos de dicha humanidad.   

¿Recuerdas que en torno al mes de Febrero te ofrecimos un comentario de la carta en clave orante? Ahora vamos a seguir ahondando en las consecuencias de dicha novedad, para abrirnos a vivir, en los distintos aspectos de nuestra vida, a la luz de la novedad que es Jesús. En estas entradas trabajaremos el tema del cuerpo.

Tenemos también experiencia de lo contrario, de cómo el cuerpo es capaz de expresar el más que la persona es, el más que apunta más allá de todo lo nuestro, sabiendo decir incluso lo que el mismo espíritu sólo barruntaba o no era capaz de expresar:

  • Las caricias, las miradas, la ternura que acompaña, alienta, sostiene, bendice.
  • Los cuerpos de las madres que se transforman para dar vida al hijo.
  • La confianza que sabe entregarse, gozar y salir de sí.
  • El corazón que se encarna en los gestos sencillos de cada día, en los detalles cotidianos. Las bromas, los payasos, los que curan, los que liberan.
  • El arte hecho por los humanos y para los humanos, para expresar, animar y comunicar mejor que las palabras: la pintura, la arquitectura, el espíritu que se hace viento y belleza en la danza y en la música, emoción y palabra en la literatura, en las ideas, en la poesía. Los ritos, los orantes, los yoguis.
  • La sonrisa que colorea los encuentros, las fatigas, el ambiente.
  • La risa y el llanto, los gestos que te reconocen y aceptan, que te estimulan, los aplausos y el jaleo, la ola y el castellet, los bailes regionales, los vestidos y las comidas de fiesta, las presencias en medio del dolor, y también las ausencias, el calor del cuerpo y el calor de los amigos, los hermanos y los cercanos, la gratitud por lo que tuvimos y ahora nos falta, de lo que la carne guarda memoria.
  • El encuentro entre los que se amaban y estaban separados, entre los que habían reñido, entre los que padecían soledad.
  • Los cuerpos de los amantes se comunican la intensidad y la hondura de su amor, y se encuentran.
  • La carne vencida de los ancianos despertando ternura, fidelidad o fragilidad, entrega o compasión
  • La intuición sabia que se vale del cuerpo para liberar y expresar la verdad profunda.
  • La sencillez de vivirse unificado, que se expresa en aceptación y acogida.
  • El cuerpo de los que son libres, el cuerpo liberado de sí para amar.
  • En último término, en lo profundo, la oración que transforma el cuerpo, y todo nuestro ser, en acogida de Dios.

En todas estas situaciones, nuestro cuerpo es capaz de comunicar una vida que sobrepasa la meramente física, y se revela como plenitud de lo humano, pues manifiesta, en diversos grados, la unificación que anhelamos, a la que nos vemos llamados.

Vemos así que el cuerpo, cuando padece ruptura, experimenta en diversos grados y de tantos modos la ruptura que lleva en su interior, y asimismo, cuando se encuentra consigo mismo y con los otros, manifiesta progresivamente la comunión a la que aspira. En el cuerpo se hace visible la ruptura que nuestro espíritu padece, así como el deseo de comunión que nos unifica y que tan profundamente anhelamos. Es en este segundo caso cuando podemos experimentar más hondamente la promesa que el texto de Juan anuncia, lo que para el ser humano significa el encuentro con Jesús así como la imposibilidad radical por nuestra parte –ruptura- de ir más allá de aquel punto al que nuestra humanidad natural puede conducirnos.

Vemos así cómo, al igual que nos mostraba el autor de Hebreos en relación al culto y al sacerdocio, la vida habla de vida y habla de muerte entre nosotros… pero su verdadero signo no está en ella, sino que se revela a la luz de Jesús. La revelación de lo real en Jesús es la que nos ilumina sobre el signo de lo real.

Por ello, veamos qué se le revela a nuestra humanidad en la persona de Jesús.

La novedad que es Jesús

Podemos preguntarnos, en primer lugar, por este atractivo de Jesús del que da fe el relato. Recuerda en este momento a seres humanos que te hayan producido fascinación por algún motivo: su belleza física, su elegancia al correr o al caminar, la gracia felina de sus movimientos, la energía volcánica que percibes en ellos, su vitalidad o su erotismo, o la impresión de vigor o de alegría profunda, una paz que te remansaba, una alegría contagiosa o su fortaleza que atrajo a tu debilidad… reconocemos que los seres humanos podemos, efectivamente, comunicar mucho.

Si los seres humanos transmitimos tanto, ¿qué será lo que se puede captar de Jesús, el Hijo de Dios?

Veíamos que ya, al nivel de la humanidad natural, que los humanos podemos expresar mucha vida y también comunicarla[1]. Ese atractivo que otros seres humanos ejercen sobre nosotros lo hemos experimentado: hemos querido ir tras ellos/as, quizá dejando lo nuestro, seducidos por su fulgor. Sin embargo, a los humanos no podemos vincularnos de este modo absoluto que aquí se propone –sin duda lo hemos intentado, ¡por eso sabemos que no se puede!-. Hasta aquí, todo es semejante a la lógica natural.

En cambio, el relato nos dice que Jesús es aquel por quien dejas a tu maestro el Bautista, que es un hombre de Dios, porque Jesús es más que todos los hombres de Dios y todos los maestros; nos dice que el atractivo de Jesús es tal que, aunque te digan que es el cordero de Dios y que su destino es la muerte, no conoces un modo mejor de entregar la vida. El texto de Juan viene a decirnos: aparece Jesús, y estos hombres que buscan se orientan apasionadamente hacia él. Y lo que en él encuentren no hará sino aumentar ese vínculo ahora presentido.

Contempla el marco grandioso que se le abre a nuestra vida a la luz de Jesús.

 

[1] Esto nos puede llevar a interrogarnos: habiendo recibido tantos dones, qué ocurre cuando teniendo un don propio de los que acabamos de decir, no lo dejamos salir, no lo manifestamos.

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