En la carta a los Hebreos se destaca una transformación por la cual un orden antiguo (el del AT), que es superado por un orden nuevo: el del NT, que se inicia en Jesús. En nuestros tiempos, después de tantos siglos conociendo la integración que se da entre el NT y el AT, seguimos viviendo más insertos en lo que en la lectura integral del NT hemos llamado humanidad natural que en lo que hemos llamado humanidad según Jesús, por lo que nuestra vida sigue encontrándose lejos del orden nuevo manifestado en Cristo. Por eso una y otra vez volvemos a dicho orden nuevo, para ir reconociendo su sabor y sus signos, fijándonos ahora en otros aspectos de dicha humanidad.
Recuerdas que en torno al mes de Febrero te ofrecimos un comentario de la carta en clave orante? Ahora vamos a seguir ahondando en las consecuencias de dicha novedad, para abrirnos a vivir, en los distintos aspectos de nuestra vida, a la luz de la novedad que es Jesús. En estas entradas trabajaremos el tema del cuerpo.
Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús que pasaba por allí, y dijo:
- Este es el cordero de Dios.
Los dos discípulos le oyeron decir esto, y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó:
- ¿Qué buscáis?
Ellos contestaron:
- Maestro, ¿dónde vives?
El les respondió:
- Venid y lo veréis.
Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. Jn 1, 35-39
El texto que traemos se centra en la presentación de Jesús, que viene siendo anunciado desde el comienzo: primero por el Prólogo, y ahora por la palabra de Juan, el testigo, que lo presenta como el cordero de Dios. El relato expresa de modo elocuente el atractivo que la persona de Jesús produce, capaz de mover a los discípulos a dejar a su maestro Juan en favor de Jesús, aunque el destino de Jesús sea la muerte. El encuentro con Jesús se relata en clave de acercamiento progresivo que va a culminar en encuentro, en comunión de la cual los discípulos saldrán seducidos, y su vida será en adelante anunciar a aquel con quien han vivido el encuentro que les ha transformado enteramente la vida.
El evangelio de Juan, partiendo de la revelación de Dios, desarrollará la presentación de Jesús en quien se manifiesta de modo creciente la gloria de Dios, imparable hasta la oscuridad de la cruz –cuando la gloria sólo es visible para los que creen-, y que da paso a la luz deslumbrante de la resurrección, origen de una vida nueva, al modo de Dios.
El fragmento refleja muy bien el atractivo que experimentamos ante una persona que vemos. El “ver” humano no es un ver que se quede limitado a la figura física, sino que a la vez que lo físico vemos mucho más en la persona. En la lógica joánica, profundamente unitaria, el ver físico manifiesta también el ver existencial y más aún: el creer como asentimiento del ver. Cuando pasamos del ver al creer, confesamos estar entregando la vida a aquello que hemos visto, conocido, reconocido. En el evangelio de Juan, estas acciones –ver, creer- se identifican.
Si los textos de Juan, en su profundidad que nos desborda, ejercen tanta atracción sobre nosotros, es porque expresan verdades profundas que, afirmadas del nivel humano natural reflejan que éste es puente que lleva más allá de lo que aquí se manifiesta.
Al leer este texto a nivel humano natural decimos que podemos percibir el camino que recorre la atracción de una persona hacia otra; en el relato se manifiesta por un lado la potencia de esta fascinación, que tiende a unir a quien así se ve atraído, y por otro, el misterio que la persona produce cuando sabemos mirar, que vemos cómo aquí culmina en encuentro profundo y desvelamiento personal (velado para todos los que no forman parte de él, para nosotros); experimentamos asimismo el anhelo que un encuentro así produce, y la promesa de plenitud y totalidad que expresa nos habla de ese encuentro que todos anhelamos. ¿No es verdad que, sea porque dicha promesa comience por el atractivo físico que una persona ejerce sobre mí, sea por la admiración que su profundidad o su sabiduría me despiertan, el moverme hacia él o ella aspiran –a menudo sin saberlo-, a vivir ese encuentro en totalidad? ¿No es a esa comunión profunda de la que no sales igual, sino que sales “amada en el Amado transformada” a la que en lo más profundo aspiramos?
Estas son algunas de las razones por las que, y a nivel humano natural, el texto de Juan nos produce una atracción que no sabríamos definir: despierta anhelos profundos, anhelos dormidos, anhelos de encuentro, de totalidad, de plenitud, de más vida… y vida con Dios.
Así se nos bosqueja la unidad que constituye al ser humano a nivel biológico, psíquico, existencial, espiritual.
Así intuimos, o hacemos presente, que esta plenitud nuestra se realiza cuando nuestro ser se encuentra con otro ser capaz de plenificar lo propio.
Así escuchamos que Dios viene en Jesús a decirnos Yo soy: Yo soy el que buscas, el que anhelas, el que te plenifica, te unifica y te totaliza. La vida se abre en el encuentro conmigo.
A nivel humano natural, leemos el texto y podemos intuir lo que en él se proclama como Vida. El problema está en que lo podemos intuir, escuchar, entender… Pero a este nivel, nos quedamos ahí.
Aunque algo muy profundo se alegra y se pone en pie al reconocernos que la vida puede ser así, nos vemos incapaces de realizarlo en nuestra vida, hasta el punto de haber dejado de esperarlo. Y es que, si bien hemos dicho que reconocemos esto y de algún modo deseamos realizarlo con cada nueva persona que nos atrae, en cada encuentro significativo, ¡cuánto de ruptura en nosotros que frustra, cada vez, este tan profundo anhelo! Tan lejos nos encontramos en el cada día con encuentros así, que ya hemos perdido la esperanza de que se realicen en nuestra vida y nos colme como un día soñamos. Llevamos en el corazón y en la carne las cicatrices y los rasguños de los abrazos, las caricias que no recibimos y las que acabaron en traición, de las que ofrecimos y rechazaron, de la ternura que no fue, del amor que rechazamos…
Y con ello, todo lo que había detrás: un corazón duro, un no reconocer el amor del otro como vida para ti, un no ser tú misma reconocida como esperanza, como consuelo, como alegría. Nuestro gesto se ha ido endureciendo y agrisando por las experiencias de rechazo, por la rigidez que mostramos ante unos y la necesidad acuciante, humillante, que nos despiertan otros.
Y qué decir de Dios. Allá lejos: lejos de nuestro cuerpo, lejos de nuestra ternura y de nuestros besos, la que le damos y no llega, la que Él nos envía y no somos capaces de percibir. La fe que contrastada por el cuerpo, por la carne que no reconoce -¿dónde estás?, Gn 3, 9-, no es capaz de creer, ni de esperar… mucho menos de amar.
Así experimentamos nuestra imagen rota. Tantas instantáneas de esa distorsión que hablan de lo lejos que estamos de lo que el texto de Juan proclamaba, prometía:
- La carne herida de los pobres, de los enfermos, de los que están sucios en su cuerpo y en su espíritu.
- La “pureza” que castiga al cuerpo y le impide expresarse.
- La ceguera que da al cuerpo lo que quiere –o lo que quieran los demás- ignorando que es la persona, su espíritu quien lo conduce.
- El desprecio que lo deja enfermar o su contrario, el egoísmo que lo cuida en exceso.
- La crueldad manifestada o infligida en el cuerpo: violencia, sadismo, tortura.
- La frivolidad que ve sólo apariencia.
- La objetivación que lo reduce a materia.
- El narcisismo que lo exalta y adora.
- La mentira que usa el cuerpo para engañar/seducir/negarse/ocultarse al otro.
- La soledad que anhela y padece por la ausencia de otro/a.
- El miedo: a la enfermedad, a la vejez, a la muerte, que deforma la vida.
- La fealdad o la deformidad que rehusamos mirar, que no encuentra quien la reconozca y apruebe.
- Los golpes, los gritos, los insultos, la indiferencia que ningunea o ignora.
- ….
… estas situaciones, y tantas otras, manifiestan la ruptura de nuestro cuerpo, lo lejos que nuestro cuerpo está de manifestar y expresar la palabra que construye e integra, colma y bendice.
Vamos a ver, a partir de estas claves de humanidad natural, la novedad que es Jesús.
Imagen: Sam Burriss, Unsplash