Un tal Ananías, con la connivencia de su mujer Safira, vendió una posesión, se quedó con parte del dinero, llevó lo restante y lo depositó a los pies de los apóstoles. Pedro le dijo: —Ananías, ¿cómo es que Satanás te ha impulsado a mentir al Espíritu Santo quedándote con parte del precio del campo? ¿No podías conservarlo? O, si lo vendías, ¿no podías quedarte con el precio? ¿Qué te movió a proceder así? No has mentido a los hombres, sino a Dios. Al oír estas palabras, Ananías cayó muerto y los que lo oyeron se atemorizaron. Fueron unos muchachos, lo cubrieron y lo llevaron a enterrar. Unas tres horas más tarde llegó su esposa sin saber lo sucedido. Pedro le dirigió la palabra: —Dime, ¿vendisteis el campo a este precio? —Sí –contestó–. Pedro replicó: —¿Por qué os pusisteis de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, los pies de los que han enterrado a tu marido están a la puerta para llevarte también a ti. Al punto cayó muerta a sus pies. Entraron los muchachos y la encontraron muerta; la sacaron y la enterraron junto a su marido. Toda la Iglesia y cuantos se enteraron quedaron espantados. Hch 5, 1-11
Vamos a detenernos, en primer lugar, en la violencia que transmite el relato: Ananías miente sobre el precio en que ha vendido el campo, de acuerdo con su mujer: Al oír Ananías estas palabras, cayó muerto…(unas tres horas más tarde entró su mujer, que no sabía nada de lo sucedido)… En el acto cayó a sus pies y expiró.
En primer lugar nos llama la atención esta violencia, que no se debe a la persona de Pedro, sino a la acción del Espíritu de Dios, explicada por Pedro. Se nos dice igualmente que el Espíritu de Dios mueve a Pedro como Satanás ha movido a Ananías y a Safira. Esto nos habla de que las acciones humanas remiten a algo que está más allá de ellas; remiten a algo que manifiesta la Verdad o la mentira. Y esto da testimonio de que la realidad que vemos, nuestra vida cotidiana, se interpreta desde ahí.
A la vez, este “origen” radical de nuestras acciones nos orienta sobre su verdadera medida, que no es la nuestra, sino la que se manifiesta desde la luz de Dios, que es la que verdaderamente ilumina.
Podemos comparar aquí cómo hubiéramos valorado nosotras esta mentira de Ananías y Safira, con las consecuencias que tiene en el relato.
Esta muerte fulminante, y la violencia que supone, ¿qué significa? Para nosotros, un exceso que nos puede hacer temer a Dios, o nos puede hacer sospechar sobre el moralismo de la primera comunidad cristiana… nada de ello se puede deducir del texto. La violencia con que se desenmascara la mentira, la violencia con que se castiga, nos ilumina sobre otra cosa: sobre la violencia que la mentira supone. Nos ilumina sobre la gravedad del pecado en nuestras vidas, sobre la violencia que supone en nosotros, hacia Dios y hacia la comunidad. Esto no podemos verlo en sí mismo, porque estamos ciegas para reconocer la gravedad del pecado. Sin embargo, la violencia que podemos comprender, nos ilustra sobre aquella que no percibíamos.
Es más verdad mirar nuestra mentira, y nuestro pecado en general, así: como violencia ejercida contra Dios, contra nosotros, contra los hermanos. Igual de este modo reconocemos su poder destructor en su paso por nuestra vida. En ese no has mentido a los hombres, sino a Dios, Pedro pone de manifiesto que ese origen nos es consustancial, y al romper la relación con el origen, manifestamos nuestra ruptura y quedamos sin referencia.
Y como decíamos, Pedro nos aclara el sentido de lo que acaba de suceder: nuestras acciones manifiestan el espíritu del que proceden, y el espíritu de la mentira ha de ser denunciado para que la verdad se manifieste. Desde esta perspectiva, la violencia mortal que se manifiesta es, puesto que viene de la Verdad, signo de la violencia oculta promovida por la mentira.
Quizá solo así, con gestos elocuentes, podemos acceder a la verdad sobre nuestro pecado. A nosotros siguen pareciéndonos mucho más terribles estas muertes que aquellas mentiras. Sin embargo, ¿no estarán éstas manifestando, mostrando a la luz, la violencia de aquellas? Nos hace bien caer en la cuenta de ello.
Si seguimos escuchando a Pedro, vemos que la mentira manifestaba doblez, orgullo, y un profundo descreimiento: quieres ser como los irreprochables de la comunidad, y a la vez, quieres el fruto de tus bienes. Hay dos opciones: una es la que eligen Ananías y Safira, que es el pecado desde el principio: quererlo todo. Querer aparecer como generoso, y querer quedarte con tu dinero.
La otra es la que les recuerda Pedro: ¿Acaso no era tuyo antes de venderlo y no seguía siéndolo después? Puedes dar ese dinero a la comunidad, pero entonces te quedas sin él; o puedes no dar nada, o dar una parte, según puedas (aquí tienen que concertarse el poder de fuera, los medios de que uno dispone, y el poder de dentro, la generosidad a la que se aspira pero que quizá aún no se puede realizar). En la medida en que nos dejamos conducir por el Espíritu, es él quien va realizando en nosotros el deseo de verdad, que se articula como síntesis entre aquella vida según Dios a la que aspiramos, y aquella vida que hoy tenemos, a la que no podemos renunciar de repente. Nos habla de la necesidad de vivir en proceso, con la humildad y el ardor que ello supone, y de la humildad de aceptar la verdad que hoy somos, para no matar la verdad a la que aspiramos.
Esto es si se vive desde el Espíritu de Dios. ¿Qué ocurre si esto se mira desde la lógica humana, como hacen Ananías y Safira? Que las consignas del grupo son los objetivos que hay que conseguir para alcanzar un puesto en la comunidad; tales consignas no se miran en relación a Dios, ni a la realidad personal, sino que son “conquistas” que he de lograr como medio para obtener la admiración que anhelo; esto hace ver la vida moral como un fin en sí mismo, y no como una manifestación de los frutos del Espíritu en nosotros, y obliga a la persona que así entiende a “inmolarse” a sí misma en favor de tales objetivos que, así vividos, despersonalizan. Ya vemos que de esto a considerar la vida cristiana como un “deber” hay un paso. De aquí a considerar la vida cristiana como una “carga”, hay un paso. De aquí a considerar la vida cristiana como una “conquista”, hay un paso.
Ananías y Safira quedan como antiejemplo para la comunidad, para nosotros hoy. Como ejemplo de los que no han entendido nada: no se trataba de imitar a Bernabé, ni de aparentar una virtud que no tenían; no se trataba de recibir la alabanza de los apóstoles. No se trataba, siquiera, de dar ese dinero.
Se trataba de ser verdad, con su generosidad o su avaricia, con su inseguridad o sus deseos de reconocimiento, con su verdad y con su mentira… siempre que ésta no fuera usada como arma para trastocar la verdad.
Y cuando uno hace algo de esto, ocurre algo tan grave que solo la muerte, y una muerte instantánea, puede expresarlo. Porque la mentira de nuestro corazón, si hubiera sido acogida por Pedro como verdad, hubiera herido a la comunidad, la cierra sobre sí y la impide, cada vez más rotundamente, dejarse conducir por el Espíritu de Dios. ¿No decimos que todo arraiga en ese nivel que no se ve?
Mírate ahora, a la luz de esta situación de nuestra Iglesia, y mira a la Iglesia hoy: a tu grupo, a tus hermanos de cerca o de lejos. ¿Con qué mentiras estás pactando? ¿Dónde te dejas conducir por el Espíritu de Dios, dónde no lo haces? Detente y contempla el mal que teje a tu alrededor el escoger la mentira, el cerrar los ojos al mal, el negar la muerte que experimentas… suplica al Espíritu que te muestre la verdad de tus mentiras, de tu pecado. O que te haga cambiar si ya te la está mostrando y aún te resistes.
Imagen: Gadiel Lazcano, Unsplash