¿Qué es para ti la Eucaristía? (VII)

En estas entradas te traemos diferentes testimonios de lo que la Eucaristía es para distintas personas. En esta ocasión, escuchamos la experiencia de una mujer que tiene entre 55-60 años que nos cuenta lo que la Eucaristía significa para ella.

Ya hace más de 7 años que, con motivo de una crisis muy importante, empecé a frecuentar la eucaristía con más asiduidad. Yo me encontraba completamente desolada, segregada de mi entorno social y con gran dificultad para rezar. Me costaba relacionarme con Dios, mi fe apenas si se sostenía y yo aún menos. Y me agarré a estas palabras de la liturgia: “…no tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra concédenos la paz y la unidad…”. ¡Necesitaba perdón! ¡Necesitaba fe! Necesitaba paz y unidad…

Yo iba a misa y me quedaba ahí, parada, en los últimos bancos, sabiendo que, aunque estaba sumida en la oscuridad y sentía a Dios lejano, me unía a Dios a través de esa fe de la Iglesia, de todos los demás creyentes. Y de ese pan transformado por el Espíritu que era Jesús mismo, que yo deseaba tomar físicamente y por quien deseaba a mi vez ser transformada, sanada, liberada. Siendo que experimentaba a Dios tan lejano, y a mí misma tan miserable, el tener a Jesús en mi boca, en mi cuerpo, era un consuelo indescriptible. Era como si eso mismo sujetase mi alma al cuerpo impidiendo que cayese en la locura y en la desesperación.

En aquel tiempo tan difícil se me concedió seguir creyendo en la Eucaristía. Aún más, se me regaló experimentar hasta qué punto me sostenía. Jesús era mi alimento. Era la fuerza que me hacía seguir adelante. Yo era consciente de ello. Y la eucaristía, en sí misma, era descanso y sanación para mi alma.

Desde entonces he seguido acudiendo casi todos los días. Se ha hecho central en mi vida. Ya no voy en ese estado de necesidad. Voy como quien va a casa de su Padre, que es su propia casa. A estar con Él, a aprender de Jesús y a recibirlo como alimento para la vida, a celebrar con los hermanos ¡que no hay mayor fortuna que ser hijos de Dios!

En esa asiduidad he ido captando otras cosas. He ido reconociendo la pedagogía de la Iglesia, que ordena las lecturas en función de los tiempos litúrgicos, ayudando a vivirlos con otra hondura.  Y cayendo en la cuenta de que, en todo el mundo, en todas las eucaristías, se leen las mismas lecturas cada día. Y que desde que amanece hasta que vuelve a amanecer, empezando por Japón y acabando en Alaska, hay personas celebrando la Eucaristía.  Pequeños grupos de personas que se juntan para asistir a este misterio de relación con Dios, de comunión con Él y con todos los que formamos la Iglesia.

Y es impresionante lo que sucede en la Eucaristía. ¡Es como si se juntasen el cielo y la tierra! El Padre nos invita. Y vamos unos pocos, que de vernos ya nos queremos, aunque casi ni nos conozcamos. Y empezamos por descansar del pecado, siendo perdonados. Y somos alimentados con la Palabra, que ¡está viva y nos penetra! y transforma. Y pedimos con confianza lo que necesitamos. Y nos unimos con los que están ¡en el cielo! para alabar a Dios, todos juntos, ¡Santo, Santo, Santo! Y le pedimos su Espíritu, para que haga presente al cuerpo y la sangre de Jesús. ¡Y lo hace! Y luego nosotros, que somos tan pequeños y tan pobres, ¡le ofrecemos a Jesús mismo! que está ahí con nosotros… Y nos unimos a Jesús, al Padre, a su Espíritu, y en ellos quedamos unidos todos los que estamos en la celebración, y en todas las celebraciones a lo ancho del mundo, y unidos a la Iglesia del cielo, y a los que aguardan la resurrección, todos unidos en el amor insondable e infinito de Dios. Y al acabar, los pocos que hemos estado en la misa volvemos a nuestra pequeña vida, llenos de Vida, llenos de paz y de alegría, llenos de Él, traspasados por este grandísimo misterio que es la eucaristía, el mayor regalo de comunión que Dios ha hecho a la Iglesia.  Y como somos pequeños, no podemos sostener lo inmenso, y no pensamos en todo lo que allí sucede. Simplemente vamos y lo vivimos, con sencillez de niños. ¡Y qué contento se pone el Padre de vernos!

Imagen: Anita Autsvika, Unsplash

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