Retomamos desde aquí nuestro comentario del evangelio de Mateo: empezamos por el c. 4 y continuamos antes de adviento con las bienaventuranzas que son el comienzo del c. 5, hicimos los cc. 1-3 desde adviento hasta ahora, y ahora volvemos a donde lo dejamos: Mt 5, 13-16. La verdad… un poco lioso en la forma, pero confío en que los contenidos, más allá de lo que toca, te estén ayudando. Seguiremos, ahora más ordenadamente, con nuestras entradas de los lunes en clave de lectura existencial.
Vosotros sois la sal de la tierra: pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? Para nada vale ya, sino para tirarla fuera y que la pisen los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para taparla con una vasija de barro: sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos.
Empezamos a adentrarnos en el discurso del monte que Jesús había empezado a proclamar. Después de decirnos, en el discurso programático de las bienaventuranzas adónde nos quiere llevar, ahora empieza a hacernos caer en la cuenta de nuestra identidad: somos sal y somos luz. Sólo si uno sabe quién es puede orientar adecuadamente su vida. Quien no lo sabe, se deja llevar por otros, se pierde, no sabe a dónde va.
Ahora bien. Cuando Jesús nos dice que somos sal y que somos luz, no lo dice de cualquier manera. Sin duda, no lo dice para animarnos porque tenemos poca autoestima. Y tampoco lo dice para que nos creamos que “yo” soy sal o que “yo” soy luz, pues este modo de mirar egocentrado, además de ser falso, nos paraliza, porque nos creemos que somos algo (sal, luz) que no sabemos ser, y aún así, nos creemos que lo somos sin serlo… vamos, un lío y una inutilidad.
Cuando Jesús nos dice que somos sal, la sal de la tierra, da por hecho que lo somos. Más bien, nos advierte del peligro de desvirtuarnos, de de-salar la sal y hacer que pierda sabor. Vamos a detenernos un poco aquí, que Jesús nos está llamando a ser la sal de la tierra y quizá estemos siendo esa cosa insípida que ya solo vale para tirar, y eso, sin habernos enterado.
Mira la sal. Coge un puñado, si quieres. La sal tiene sentido por lo que hace, por su utilidad: la sal hace que se realce el sabor de los alimentos. Los alimentos tienen sabor, y la sal los realza, y hace que los alimentos alcancen toda su intensidad.
O sea, la sal está al servicio de los alimentos, que ya tienen sabor propio. Se trata, por parte de la sal, de realzar el sabor que los alimentos tienen.
Si venimos a nuestra vida, a esa vida para la que Jesús nos ha preparado al darnos la fe, tenemos entonces que los cristianos, los que vivimos unidos a Cristo, servimos a nuestros hermanos realzando su sabor, el sabor, el “toque”, el don propio y la gracia propia que cada uno de ellos tiene. Y para eso, como la sal, no hay que hacer gran cosa. Se trata de disolvernos con nuestros hermanos, de dejarnos mezclar con ellos.
Eso dice, ¿no? Ahora, ven a las situaciones en las que esto se da en tu vida: con tus alumnos, se trata de estar a su servicio para que salga su luz propia, la que son; con esos clientes a los que quieres vender algo, se trata de que les ayudes a trabajar para que salga su luz, esa que son; cuando estás con tu familia, en comunidad… disolverte a favor de los demás… así es como actúa la sal, y así es como nuestra sal, esa que Jesús dice que somos, actúa a través de nosotros.
Se trata de ser con, de ser para, de ser “a favor de” los demás, para que cada uno brille según su luz propia, para que cada cual descubra su sabor, su color, su luz, y sea eso que es.
Lo dejamos aquí y vamos a lo que sigue.
Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para taparla con una vasija de barro: sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos.
De nuevo con la misma contundencia (que solo se puede recibir con humildad y conciencia de no haber hecho nada para ser luz, como tampoco para ser la sal del mundo), escuchamos a Jesús decirnos el absurdo que sería querer tapar la luz: lo mismo que no se puede ocultar una ciudad que está en la cima de un monte, así no se puede ocultar la luz; y es que si te han hecho “luz del mundo”, no es para que te pongamos encima una vasija de barro y no se te vea, ¿está claro, verdad?, sino para que alumbres y todos los que están en la casa tengan luz.
Antes se nos decía que somos sal: es decir, que tenemos que disolvernos para potenciar el sabor de otros.
Ahora, se nos dice que somos luz: y porque somos luz, nuestra luz, que ha sido hecha para brillar, tiene que brillar intensamente. Así que, ¡a brillar, brillar, brillar, cada cual según la luz que somos!
Esto nos suele dar más miedo. Queremos brillar, pero no queremos que se note. O queremos brillar, pero para cuatro. O queremos brillar, pero no tanto como para que se nos vea del modo como se ve a una ciudad que está sobre un monte. O queremos brillar, pero no para alumbrar a los de la casa, sino para que los de la casa flipen con nuestra luz…
Después de todos los líos que nos hacemos, está el modo brillar-según-Jesús. Que consiste, como ya ha dicho, en brillar según la luz que eres – si eres tan visible como una ciudad puesta sobre un monte o tan discreta como una lámpara en la sala de estar-, pero brillar, ahí, así, todo lo que puedes: brille vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos. Sea cual sea tu luz, brilla tanto como para que esa luz que eres, brillando en toda su potencia, lleve a alabar a Dios.
Esto quiere decir que hay que brillar todo lo que cada cual estamos llamad@s a brillar, pero no para que brille “yo”, mi ego, sino que tengo que aprender a hacer brillar mi luz de tal modo que los que la vean den gloria a Dios.
Esto nos deja el problema de preguntarnos cuál es ese tal modo que hace que no brille yo, sino Dios en mí. Seguramente sabes cuándo brillas tú. Y es posible que también tengas experiencia de cómo te sientes cuando, siendo sal, colaboras a que brillen otros. Y quizá también sabes cuándo, olvidándote de ti y entregándote a lo que eres, brillas sin darte cuenta, y otros (que en ese momento están en modo-sal, descubren y potencian tu modo-luz). No es fácil ser en modo-sal para nosotros que tenemos tantas ganas de brillar, y no es fácil ser en modo-luz para nosotros que no nos atrevemos a desplegar la luz que somos.
Seguramente el Espíritu que inspiró a Jesús estas palabras sabe realizarlas en nosotros.
Una canción de Silvio Rodríguez que quizá te ayude también. Él insiste en esa llamada a ser lo que tenemos que ser. El resto, lo hace el Espíritu.
https://www.youtube.com/watch?v=52sBBucRaBU
Imagen: Guilherme Stecanella, Unsplash
(Félix Jiménez, Escolapio)
Los pequeños detalles de AMOR son los que dan SABOR Y LUZ al mundo.
¡Ojalá! Fuésemos más conscientes de hacer VIDA esta Palabra de Dios.
¡Ojalá fuésemos más conscientes, como dices! ¿Qué tal si probamos a empezar hoy a hacer vida esta Palabra de Dios? Y si vemos que nos trae vida, ¡continuar!