Estando reunidos los fariseos, Jesús les hizo esta pregunta: —¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es hijo? Ellos respondieron: —De David. Él les dijo: —Entonces, ¿cómo David, inspirado, lo llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies? Si David lo llama Señor, ¿cómo puede ser su hijo? Ninguno pudo darle una respuesta, y en adelante nadie se atrevió a hacerle preguntas. Mt 22, 41-46
Después de varias perícopas en que son los que se erigen en criterio de interpretación los que vienen a preguntarle, ahora nos encontramos con que es Jesús el que pregunta. Esto nos puede llevar, por nuestra parte, a preguntarnos: ¿cómo pregunta Jesús? Sin duda, pues es la Vida, para llevarnos a más. Nos perderíamos su pregunta si nos diera por sospechar que sus preguntas son como las nuestras, que quieren hacernos caer en alguna trampa o traen malicia en alguna medida, incluso pequeña. Sí puede que sus preguntas, que buscan abrir nuestra inteligencia y nuestro corazón, tengan esa astucia sencilla que nos ha recomendado en otra ocasión (cf. Mt 10, 16).
A los fariseos, que se preguntan y esperan como anhelo central de su vida al Mesías, les pregunta qué piensan acerca de él. Su respuesta es inmediata: el Mesías es hijo de David, como está escrito. Hasta aquí, todo claro. Pero entonces Jesús les hace una pregunta más difícil. Una pregunta que sin duda algunos de ellos, apasionados lectores de la Biblia, ya se han hecho: Entonces, ¿cómo David, inspirado, lo llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies? Si David lo llama Señor, ¿cómo puede ser su hijo?
Este tipo de preguntas que indagan en el texto son comunes entre los estudiosos de la Torah. Las preguntas sirven para hacer avanzar el conocimiento. Incluso si son preguntas desconcertantes, arriesgadas, que rompen o pueden romper con lo que conocíamos, hay que hacerlas, si lo que queremos es la verdad, si queremos ir más allá. Jesús nos enseña también con esto cómo se conduce la verdadera humanidad: te preguntas, preguntas a la Palabra de Dios lo que no entiendes de ella desde la apertura, desde la confianza.
Jesús ha preguntado a los fariseos y ellos no le han respondido. Porque sus ideas acerca de la Torah no les permitían hacerse esta pregunta, o porque sus ideas acerca de debatir con Jesús fueran el motivo del freno. El caso es que ellos, apasionados de la Palabra, no se dejaron llevar por el amor a la Palabra sino por el temor a incurrir en falta o por la desconfianza hacia la pregunta de Jesús, hacia su persona o hacia su modo libre de preguntarse.
Esta escena nos hace caer en la cuenta de que hay modos abiertos y modos cerrados de estar en la vida. Los modos abiertos son los que se dejan conducir por las pistas (las que deja la Palabra de Dios, en este caso) a la hora de abrirse a la realidad. Los modos cerrados son los que, quizá teóricamente abiertos, se frenan cuando los cómos o los quiénes o los posibles adónde te frenan para abrirte efectivamente en una dirección nueva.
Para abrirnos al Dios de la vida hay que permanecer despiertos a las sugerencias, a las pistas que pone en nuestro camino, incluso si desconciertan a nuestra lógica o a nuestras expectativas o a nuestros deseos.
Abriéndonos, la vida se abre a más Vida.
Imagen: Diana Akhmetianova, Unsplash