Hace nueve días que estalló la guerra entre Rusia y Ucrania. La mayoría de nosotros contemplamos aterrados el ataque espantoso que padece el país, y nos preguntamos, entre desolados e impotentes, qué podemos hacer.
En estos días hemos escuchado hablar de iniciativas solidarias magníficas, como la acogida de niños, el hospedaje a familias que huyen sin nada, los voluntarios que se desplazan a Ucrania para colaborar en la defensa del país. Personas que se movilizan para enviar ayudas de todo tipo, cada cual según los recursos y las habilidades de que dispone, o secundando las iniciativas de otros. Mucho movimiento en favor del bien, en favor de la esperanza, para reforzar el coraje de las gentes de Ucrania, que tanto han sufrido en el pasado y padecen ahora. Quiera Dios que todo este movimiento de compasión y solidaridad dure tanto como durarán las consecuencias de la guerra.
Está también la oración de millones de hombres y mujeres. Lo hacen a la vez que colaboran en esas iniciativas o están centrados en rezar. Suplican a Dios, que todo lo puede, que ama siempre, que frene esta destrucción. Suplican a Dios por los corazones de los que luchan, de los que sufren, de los que mueren. Por el dolor de los niños, de los héroes, de los gobernantes, de todas y cada una de las personas que padecen esta pesadilla. Suplican a Dios que haga como él sabe, con peticiones concretas o desde el silencio entregado. Suplican cosas prudentes o cosas locas, según aquello que mueve su corazón. Algunas personas suplican a ratos. Otras, incesantemente. Suplican con fe a Dios día y noche, como Jesús nos dijo que teníamos que hacer (cf. Lc 18, 7). Hombres y mujeres que saben que la oración, ese medio que parece no hacer nada, es poderosa para transformar la realidad.
Dios está presente en su mundo, ahora como siempre, pleno de poder y de misericordia. Nos estremece tanto dolor, tanto absurdo, tanto sinsentido. No sabemos cómo estar, qué hacer, y tantas veces nos descubrimos huyendo despavoridos de las imágenes de destrucción, de la desolación de las ciudades y de los corazones. Desorientados. Desolados. Perdidos. Desesperanzados. Es demasiado grande, no sabemos.
Dios sí sabe. Dios está actuando, presente en el corazón de la guerra, y habla a nuestro espíritu. A cada uno, a cada una nos dice cómo actuar, qué hacer. Habla en el corazón de la madre que acaba de perder a sus hijos por el impacto de un misil en su edificio, al anciano que en este momento está cruzando la frontera sin saber qué le traerá el futuro, al niño que se ha perdido en medio de la gente. Sostiene la angustia del nigeriano que no puede salir del país y el desgarro sin límites de la muchachita que nunca pensó en morir recién estrenaba la vida.
Está en ellos, y está en nosotros. En ti y en mí, que nos preguntamos desolados qué podemos hacer. Algunos ya sabemos lo que nos ha dicho, otros no lo hemos escuchado todavía, o no lo creemos.
Jesús de Nazaret ha vivido así, escuchando al Padre, en la vida llena de amor y de salvación que ha vivido entre nosotros.
Jesús, uno como nosotros, ha vivido haciendo en cada momento lo que el Padre quiere: yo he venido, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jn 6, 38).
Esta hora terrible es hora de creer en Dios. Si Dios te dice “acoge a estos niños en tu casa”, acógelos, que es así como das vida. Si Dios te dice “envía comida y medicamentos”, hazlo, porque así pasa la salvación a través de ti. Si Dios te dice “reza”, suplicarás incesantemente al Padre por este drama que viven nuestros hermanos y hermanas de Ucrania. No sabes qué hacer, pero Dios sí, y pronuncia en lo profundo de ti la palabra que da vida. Son tiempos urgentes: no te pierdas discutiéndole a Dios si es eso lo que tienes que hacer o si eso es demasiado poco, si tendrías que hacer quizá otra cosa… pídele secundar lo que escuchas en tu interior, que él está actuando en medio de nosotros en esta hora oscura. Es muy probable que duela. Cuando amamos, sufrimos. Amar es compartir el dolor, no querer desentenderse de los que sufren. Cuando el mundo está en lucha, se nos hace aún más patente la necesidad de nuestro combate espiritual.
Así, estarás colaborando con Dios. Él lleva el mundo, su mundo, y tú haces tu parte, según él te inspire. Así, en la medida diminuta y valiosa que es la tuya, colaboras con la obra de Dios.
Él hace lo demás. En cada una y en cada uno, creyentes o no creyentes. En el mundo.
¿Cómo deseas responder a lo que está diciendo en tu interior? ¿Cómo deseas vivir esta ocasión de amar en lo concreto?
Imagen: Adam Wilson, Unsplash