Al salir ellos de Jericó, le siguió mucha gente. Y dos ciegos, que estaban sentados junto al camino, al oír que Jesús pasaba, gritaron:
-¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros!
La gente les decía que se callaran, pero ellos gritaban todavía más fuerte diciendo:
-¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros!
Jesús se detuvo, los llamó y les preguntó:
-¿Qué queréis que haga por vosotros?
Ellos contestaron:
-¡Señor, que se abran nuestros ojos!
Jesús, compadecido, tocó sus ojos, y al instante recobraron la vista y lo siguieron.
El evangelio nos cuenta historias, eso ya lo sabemos. Hemos tenido ocasión, a lo largo de estos veinte capítulos del evangelio de Mateo, de escuchar muchas de ellas. A veces son cosas que Mateo nos cuenta de Jesús. A veces es Jesús mismo quien nos cuenta algo que ha sucedido, algo que él ve y nos enseña cómo mirar. A veces es la misma vida de Jesús que leemos en el evangelio: la historia de una vida que se vive en respuesta al amor del Padre, al amor del Padre por todos y cada uno de nosotros.
La historia de hoy es pequeña y enorme a la vez, y queremos acercarnos a ella con esa actitud asombrada de quien no da nada por supuesto, de quien deja lugar a la admiración, quien es capaz de reconocer la maravilla.
Decimos que es una historia pequeña porque es un relato breve de “Jesús que pasaba por ahí”, de “unos ciegos que tenían una necesidad”, de un milagro que, en apariencia, es semejante a tantos otros.
Eso sí, diremos algo que importa para continuar: la alquimia por la que lo pequeño, lo que parece nada se revela como enorme es la admiración, el asombro del que hablábamos hace pocos días. El asombro no da nada por supuesto, no se hace esquemas previos, y por eso, se deja maravillar por lo que sucede. Vamos a verlo.
Jesús sale de Jericó, y dos ciegos que están sentados al borde del camino –detenidos en su caminar, obligados a vivir de la compasión de los que caminamos, a veces llenos de nosotros, a veces con prisa y otras con mala conciencia por tener recursos o por no saberlos vivir-, gritan.
Que griten nos habla de la primera cosa maravillosa, de la primera cosa por la que asombrarse: estos hombres, que tienen la vida limitada en cuanto a su proyecto, son capaces de gritar, siguen luchando porque la vida se les abra.
Otra cosa por la que maravillarse es que, si bien son ciegos, estos hombres ven a Jesús. Saben de Jesús que puede curar su enfermedad, y tienen la confianza suficiente en él como para saber que, sin bien hay tantos que no se paran, Jesús sí los escuchará.
Pocas cosas hay más conmovedoras en nuestro mundo que ver a dos hombres hechos y derechos, heridos por la vida que mantienen la esperanza. Pocas cosas hay más conmovedoras que ver a dos seres humanos que han tenido que haber sufrido muchas humillaciones por su discapacidad –en concreto, aquella que dice que algún pecado habrán cometido ellos o sus padres para ser ciegos-, han sido capaces de abrirse más allá de toda esa humillación humana y siguen confiando en Dios.
Según escuchamos la historia, esta nos hace de espejo y nos da la ocasión de detenernos y de contemplar de qué modo hemos sido heridos por la vida y lo que esas heridas han hecho de nosotros: si se ha mantenido la confianza o si esta ha quedado dañada, en primer lugar.
Es conmovedor, igualmente, el modo como se expresa nuestra vulnerabilidad en sus palabras. Tanto más conmovedor y más asombroso cuanto más conscientes somos de cómo nos protegemos los adultos, precisamente ahí donde estamos más heridos. Sin embargo, estos dos hombres gritan su necesidad, y cuando Jesús se detenga ante ellos, expresan limpiamente, como los niños, su deseo. Es grande haber mantenido el deseo a lo largo de los años, y seguir manteniendo la esperanza.
Asimismo, es asombrosa la respuesta de Jesús, y si sabemos mirar, “funde” todas nuestras ideas acerca de Dios. Nosotros tantas veces hacemos a Dios lejano, indiferente a nuestras necesidades o tan por encima de ellas que ni pensamos en pedirle lo que necesitamos, y he aquí la realidad: Dios escucha nuestros gritos y usa su poder en nuestro favor: ¿Qué queréis que haga por vosotros? En lo concreto, en el corazón de la historia, Dios se nos revela en Jesús tal como es: Dios solícito, atento a nuestras demandas, a nuestra necesidad –el texto dice, tiernamente: Jesús, compadecido-, que nos sana enteramente.
Porque este es uno de esos casos en que la sanación es total, como Dios quiere que sea. Jesús nos cura la ceguera, y nosotros podemos empezar a ver lo que tenemos delante de los ojos, o ser sanados también más profundamente, y ver. Estos dos ciegos, al ser curados, no solo han empezado a ver lo que tienen delante de los ojos, sino que en ellos se revela que la sanación ha sido total, porque no solo ven con los ojos, sino que, dice el texto, recobraron la vista y lo siguieron. Si siguen a Jesús, es que han podido ver más allá de la curación física. Han visto quién es Jesús, y en adelante quieren seguirlo.
Jesús es poderoso para curar nuestra ceguera física. Y es mucho más poderoso aún, puesto que puede curar nuestra ceguera espiritual, y hacer que veamos dónde está la Vida, y nos encaminemos en esa dirección, tras sus pasos.
Esta historia que no es llamativa, que pasa desapercibida –unos ciegos que tienen una necesidad y la fe que les mueve-, describe luminosamente cómo eso pequeño que sucede todos los días se revela enorme si te das cuenta de que, en esa vida pequeña que es la nuestra, puedes clamar a Dios y te responde; puedes recibir de él la salud, que alcanza hasta lo profundo y te cambia la vida.
Imagen: J. Kelly Brito, Unsplash
Gracias Teresa por tu comentario que siempre me ayuda a profundizar. Me encanta lo que comentas de que notasen a Jesús pese a no verle. Algo les hizo saber que Jesús era diferente y les movió a gritar. Y me encanta que sean 2 ciegos. Cuando nos ayudamos entre nosotros es más facil mantener la esperanza. Buen día a todos.
Y nos hace caer en la cuenta de cuáles son las “antenas” con las que percibimos lo invisible… Gracias, Mónica!