En la perícopa a la que hoy nos acercamos se nos relata cómo Juan el Bautista, del que Jesús dirá en otra ocasión que es el mayor de los nacidos de mujer (cf. Lc 7, 28), vive enteramente para anunciar a Jesús.
Juan representa así la más pura imagen del testigo: uno que vive para anunciar la vida que ha contemplado. Aparece Juan como un hombre de una pieza: no soy. Lo que Juan hace, sus acciones positivas, están encaminadas a anunciar a Jesús, y se vive íntegro en aquello que se le ha encargado. En su misión.
A la luz de la consistencia, la integridad y la fidelidad de Juan se reconoce la infirmeza y la turbiedad de quienes, habiendo escuchado igualmente una palabra de Dios, no se concentran en lo que el Señor ha pronunciado. En Juan podemos reconocer que el ser humano es capaz de escuchar una palabra de Dios, reconocer su excelencia sobre todas las demás, y comprometer su vida enteramente en la respuesta. Este modo de vida es el más profundamente digno de nuestra humanidad y el que mejor revela nuestro sentido. Ahora bien, si podemos vivir así, si estamos llamadas a vivir así, dando testimonio de lo que hemos visto y oído, ¿qué hacemos cuando no lo hacemos?
En el diálogo que ocupa nuestro texto de hoy, encontramos una larga conversación en la que Juan dice a los fariseos quién no es él, y quién es Jesús. Hemos dicho que el evangelio es revelación de Jesús. ¿De qué modo podría mostrársenos mejor esta revelación de la Palabra que a través del diálogo con el que es la Palabra?
Se nos dice que vienen los judíos de Jerusalén a interrogar a Juan para saber quién es. Para saber cuál es la vocación por la cual actúa en nombre de Dios. Y escuchamos su respuesta desconcertante:
No soy el Mesías. No soy Elías. No soy el profeta que esperáis.
Yo soy la voz del que clama en el desierto: allanad el camino del Señor.
Las acciones que Juan realiza son las acciones de la preparación en este tiempo en el que aún no ha venido Jesús: Yo bautizo con agua… él viene detrás de mí, aunque yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. La voz, el bautismo con el que Juan anuncia son la trompeta que anuncia al Enviado. Entendemos así la insistencia de Juan en que no le tomemos a él, al testigo, por el Enviado, que aún no se ha manifestado pero no lo hemos conocido como tal. Esta revelación que Juan ha recibido le mantiene fiel y tensamente en espera, sosteniendo la espera de los que vienen a recibir su bautismo de preparación.
Y es a raíz del encuentro con Jesús como Juan recibirá una revelación más honda todavía: la revelación de que el Espíritu permanece en Jesús, y que Jesús está llamado a bautizar con Espíritu Santo, a otorgar a Israel un bautismo definitivo. En este hombre habitado por el Espíritu, Juan reconoce y testimonia al Hijo de Dios.
Después, Juan el Bautista, cuya misión es anunciar a Jesús, se lo comunicará a sus discípulos: Este es el cordero de Dios, y sus discípulos irán tras Jesús. Después de decir esta palabra, la gente irá tras los pasos de Jesús, el Enviado, y dejará de ir con Juan. La palabra de Juan en este momento se alza para pronunciar la verdad que le sostiene: El hombre solamente puede tener lo que Dios le haya dado… el debe ser cada vez más importante; yo, en cambio, menos. (Jn 3, 27b.30).
Un hombre que no se apropia de la gloria que pertenece a Dios, que no se apropia del camino que no le corresponde.
Un hombre que se atreve a vivir –y vive única, enteramente- para responder a la Palabra que Dios ha pronunciado sobre él, no sólo con sus palabras, sino con su vida. No solo sabe quién no es -esta suele ser para la mayoría de nosotros una primera etapa-, sino que sabe quién es: la voz del que clama en el desierto: allanad el camino del Señor.
Sabe que es la voz, y vive para proclamar a Jesús. Y cuando Jesús va cobrando importancia, va ocupando su lugar, Juan va dejándose retirar. La voz no tiene ya nada que decir cuando la Palabra de Dios se ha hecho presente entre nosotros.
Juan el Bautista. Un hombre que sabe para qué ha sido llamado a la vida y se entrega plenamente al querer de Dios sobre él y da vida al mundo.
Hasta el hecho de ser decapitado (Mt 14, 10) también refleja ese apagamiento definitivo de la voz de aquel que empleó su vida enteramente en anunciar al que iba a venir.
Una vida así arraigada, obediente, llena de anhelo de Dios y de entrega a su voluntad, ¿qué deseo despierta en ti?
Imagen: Luis Morera, Unsplash