Hemos hablado de Lectura Objetiva y hemos dado algunos criterios para aplicarla. Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de objetividad? ¿Es posible la objetividad? ¿No es cierto que el observador siempre interpreta el dato por el mismo hecho de contemplarlo?
Sin duda, es así. El observador interpreta lo que observa. Es así para la ciencia, a primera vista más objetiva, y es verdad para cualquier tipo de texto escrito. Por tanto, la objetividad de la que hablamos no se acerca al texto con la pretensión de “aislar” el objeto, sino más bien de contemplarlo, en lo posible, en su lógica interna; de “escuchar” lo que el texto dice sin interferir, en lo posible, con nuestras precomprensiones.
La lectura objetiva del Nuevo Testamento, concretamente, se abre a la certeza de que la Palabra de Dios tiene coherencia y sentido propios, que se nos revelarán en alguna medida a condición de que no impongamos lo nuestro. Paul Beauchamp lo expresa con fuerza: “Fuera del texto no hay salvación”. Centrarse en lo que el texto aporta, humildemente condicionados por nuestra propia situación, vigorosamente confiados en la verdad que la Palabra que estamos leyendo contiene, abiertamente dispuestos a dejarnos cuestionar, zarandear, desmontar -en última medida- transformar por dicha Palabra, es la condición de esta Lectura Objetiva.
Te encontrarás también con la paradoja de que la lectura en común -que pasa a veces por el choque con “objetividades” distintas-, así como la diversidad de textos bíblicos, aunque al principio sea fuente de complicación, enriquece la lectura objetiva del texto.
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