Lectura del libro de Jeremías 31, 31-34
Sal 50, 3-4. 12-13. 14-15
Lectura de la carta a los Hebreos 5, 7-9
Lectura del santo evangelio según san Juan 12, 20-33
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En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
– «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó:
– «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre.
Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo:
–«Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
–«Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
En Cuaresma se habla mucho del pecado. En realidad, la Biblia habla mucho del pecado: no con el tono gris de censura y condena con que solemos escucharlo, sino como denuncia y aviso, desde el deseo de que los pecadores dejemos el pecado y nos volvamos a Dios (aquí hay un movimiento profundamente esencial). Si Dios habla de esto tantas veces, seguramente aquí hay algo importante. Porque en todo lo que Dios nos dice nos abre a otro mundo, a una realidad de inmensa riqueza.
Fíjate con qué ternura nos habla Jeremías en nombre de Dios quien, una vez rota la alianza como veíamos el domingo pasado, propone a Israel una alianza nueva, más íntima y vinculante todavía: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo… todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor–, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.
Ese amor por el cual Yahvé quiere que vivamos con su ley impresa en el corazón, esa vinculación radical por la que Dios y nosotros nos pertenecemos mutuamente es la llamada constante de Dios, y nos la propone una y otra vez. Y siempre, el pecado se interpone en esta alianza, llevando a romperla, llevando a romper todo lo bueno –lo mejor- que con la alianza habíamos conocido.
Eso es lo que hace el pecado: hace que Dios nos parezca lejano, temible, ajeno y extraño. Hace que la vida con él suene a dificultosa, rara, aburrida, complicada y separada de lo humano.
Esto hace el pecado en nosotros, y ni nos damos cuenta. Pero Dios, que sí lo ve, está deseando perdonarnos, buscando en toda ocasión que se renueve la relación con él: todos me conocerán… cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.
El mismo Jesús, que al venir al mundo se ha hecho uno de nosotros, ha asumido nuestro pecado en su carne que no ha conocido el pecado –“semejante a nosotros en todo menos en el pecado” decimos, y no son solo conceptos abstractos- y ha padecido y suplicado al Padre ser librado de la muerte del modo como los pecadores deberíamos hacerlo: con profundo dolor y confianza en que el Padre puede librarlo de la muerte. Y el Padre lo ha librado de la muerte… es decir, del pecado, que mata en lo profundo. Igual esto te suena “a lo de siempre”, así que vamos a pararnos un poco aquí. Vamos a detenernos en todas esas muertes, que saben a muerte en tu corazón y que consideras como normales: el desamor, el miedo, el sentimiento de inutilidad, de sinsentido, la rabia de años, la frustración que te coge hasta el túetano, el deseo de que muera lo que no entiendes, lo que no te gusta, lo que te parece mal… todo esto es muerte que nos mata. Y es el pecado el que nos hace ver cada una de estas formas de muerte como “normal”.
Por su amor al Padre, Jesús ha muerto en la cruz padeciendo el pecado que nos mataba y acogiéndolo por amor -esta es, absolutamente, la única salida- y se ha convertido así, para todos los que queremos volvernos al Padre en nuestro pecado, en autor de salvación eterna, pues toda la vida viene, en adelante, de él, que ha vencido al pecado en su carne –en ese cuerpo que es templo de Dios, del que hablábamos la semana pasada-.
¿Cuál es el camino, entonces? Morir al pecado. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna.
Mira tu vida, esa vida que quieres que siga viva, esta vida amenazada por la muerte. Seguro que en tu vida hay algo que está ahora amenazado por la muerte, algo que te hace creer que solo la salida que el pecado te muestra es solución: odiar, codiciar, seguir viviendo con miedo, justificar la venganza o tu codicia insaciable. Quizá tú estás peleando para que este modo de muerte siga vivo, porque eso es lo que a ti te parece solución. Pero también puedes dejar que muera, si el Padre quiere que muera. Pues si consientes en que las cosas, tu vida, sigan el curso que el Padre quiere, ese caer en la muerte por la fe en Él dará mucho fruto. Puedes vivir apoyándote en ti, en lo que tú programas –incluso de bueno-, en lo que entiendes o deseas; o puedes vivir apoyándote en Dios, dejando que sea él el que lleve tus pasos, el que decida todo de ti –incluso qué vive y qué muere-. Esa es la vida en la que se manifiesta que el pecado no tiene la última palabra, sino que vives desde la comunión con Dios (por mucho camino que tengamos que hacer para que este “vivir en comunión” se llegue a dar). Esa es la vida que da frutos de vida, para ti y para el mundo.
Esto es lo esencial: vivir unid@s a Jesús, dejando caer, o dejando que él tire, lo que tiene que caer, lo que tiene que morir. Porque esta vida en la que vivimos para lo esencial, Dios hace que demos, con Jesús, por la entrega de Jesús, mucho fruto.
Si sabes que es así, o si no lo ves claro para nada, o si… ¿seguimos en los comentarios?
Imagen: Jehyung Sung, Unsplash
“Eso es lo que hace el pecado: hace que Dios nos parezca lejano, temible, ajeno y extraño. Hace que la vida con él suene a dificultosa, rara, aburrida, complicada y separada de lo humano. Esto hace el pecado en nosotros, y ni nos damos cuenta”
Esta descripción del pecado me parece algo revelador
Pero, ¿Cómo se muere al Pecado?
¿Cómo se muere a la falta de Esperanza honda o la falta de confianza plena en Dios? ¿Cómo lo dejo caer?
Estamos en el mejor momento para hacer esa pregunta, Javi… y para responderla. Jesús se ha enfrentado al mal, al pecado y a la muerte para vencerla en nuestro favor (solemos decir “por nosotros”). Porque eso que hace el pecado, no nos lo podemos sacudir de nuestro corazón ni de nuestra mirada.
Jesús ha vencido al pecado en batalla mortal contra él. Es lo que celebramos en Semana Santa. Y su resurrección no es una vida mejor, sino una vida NUEVA, porque no se apoya en el pecado sino en el Amor que vence sobre todo mal.
¿Cómo lo dejas caer? Creyendo en Jesús. Lo demás… Él lo hará.