fbpx

Un proceso de transformación (II)

A lo largo de esta semana vamos a terminar de leer un proceso de transformación que da esperanza y que se relaciona con el don del Espíritu: es el de Prócoro, pero podría ser el tuyo. Habla de ello con el Espíritu después de leerlo.

(seguimos escuchando a Prócoro, uno de los responsables de la Iglesia de Antioquía)

Lo que he venido a contar está llegando ahora: yo estaba nervioso, porque aunque por una parte reclamo reconocimiento y valoración, luego no sé qué hacer si me ponen en el centro. Además, hay algo en mí que de verdad quiere servir a los demás, y ese “algo” estaba como mostrando disgusto, porque la parte de mí que quiere servir no lleva bien el “cobrarse” por el servicio… quiero decir con esto que yo estaba inquieto, revuelto, humillado y dividido. Nos sentaron en primera fila a quienes íbamos a recibir la imposición de manos de los apóstoles, entonamos los primeros cantos, y empezamos a leer las lecturas preparadas para ese día. Después de la lectura hacemos un comentario de la Palabra. Yo estaba “raro”, como si esperara algo, pero como también estaba nervioso, no podía parar en nada, y sin más, me aguantaba como podía. Después, nos llamaron al centro de la sala, por nuestro nombre, uno a uno, y los apóstoles oraban, junto con toda la comunidad, mientras imponían las manos sobre cada uno. Yo era el primero, y me sentía tan indigno que no me hubiera levantado del asiento. De hecho, creo que no me levanté y que alguien me empujó. Cuando los apóstoles impusieron las manos sobre mí sentí que, verdaderamente, era un servidor de Dios: que mis manos eran sus manos, que mi corazón era su corazón, que mis palabras y mis pensamientos se unían a Dios, y yo quedaba vinculado a él por una corriente que limpiaba mis palabras y mis pensamientos, que daba otro peso y otro impulso y otro sentido a lo que hacía, barriendo de mí todo lo que era muerte, todo lo que hasta ahora había oscurecido mi fe en Dios. Mis ojos veían la sala de siempre, a los hermanos de siempre, todo como siempre… pero ahora podía percibir a Dios en todo, poderoso y radiante, y a mí como su servidor. Ya no era alguien que hacía servicios. Ahora era un servidor.

Salieron los catecúmenos, como ocurre siempre, antes de comenzar el memorial de la cena. En ese momento, supe que era de los suyos, que era de Jesús porque él me había hecho suyo. Y lo más grande es que yo no quería más que ser suyo: podía ver, aunque como digo no veía nada fuera de lo que veo cada vez que nos reunimos, que la fuerza y el amor de Jesucristo lo invadían todo, y mi seguimiento vacilante había quedado atrás, dando paso a una convicción que ponía en el centro a Jesucristo, nuestro Señor, y a mí me colocaba en comunión con él, queriendo responder a sus inspiraciones. Como si el fuera el cerebro y yo la mano, o mejor, como si él fuera el corazón y yo la caricia. Habían salido los catecúmenos, volviendo al mundo al que todavía pertenecían, y para mí era muy claro que había sido rescatado de aquel mundo que no conoce a Dios ni puede verlo en parte alguna, y estaba en esta habitación llena de luz, puerto seguro en el que descansar y desde el cual partir. El Señor Jesús se había apoderado, como Señor que es, de mi corazón y mis riñones, de mis músculos y mis huesos, de mi entendimiento y de mi libertad, sobre todo, que ahora no quería otra cosa que servirle… porque estaba en mí, podía verlo presente en todo.

Mientras experimentaba todas estas cosas con una intensidad que no había sentido jamás, mi mirada descubrió a Priscilla. Ella sí me estaba mirando, adivinando quizá que me pasaba algo. Esto quizá fue lo más extraordinario de todo, o no, pero sin duda fue el indicador de mi cambio de mi mirada: amaba a Prisca tanto como siempre, pero mi amor había cambiado. El amor de Dios, pues era su Amor el que me invadía (no lo había sentido nunca antes, pero no podía dudar de que era eso), ponía el amor de Prisca en su lugar: mi amor ya no era ansioso ni posesivo, y siendo tan intenso como antes, no la quería para mí, sino que deseaba vivir con ella para el Señor, que era quien inundaba mi mirada y mi corazón. Era algo nuevo, completamente nuevo, y no despertaba en mí inquietud ni nerviosismo, al contrario: aun siendo tan intenso lo que sentía, todo estaba bañado de una paz total. Una paz victoriosa, diría yo.

Te preguntarás cómo terminó todo esto. Te puedo decir, con humildad y gratitud, que no terminó. Que no ha terminado todavía. Después de esto, empecé a vivir humildemente. Mi ansiedad constante, mi insatisfacción crónica, las quejas machaconas habían sido barridas por un gozo sereno que me dinamizaba enteramente. Mi deseo, de la mañana a la noche, era el de servir al Señor. Esta encomienda que me había hecho la comunidad y que siempre había vivido haciendo valer “mis” logros, buscando ser reconocido, buscando admiración, ahora se había trocado en obediencia. Era una obediencia “con sed”, que me unía a Jesucristo nuestro Señor. Al unirse a mí, su Sed, la Sed que tenía en la pasión, me la había transmitido. Yo decía a los hermanos que la sed de nuestro Señor era de salvarnos enteros y la mía de servir a nuestros pobres cuerpos necesitados para así encaminarlos a la salvación de su espíritu también. Era una sed ardiente, apasionada como yo lo soy, pero no ansiosa ni exigente como mi yo anterior lo había sido. Lo que dominaba antes en mí había muerto, y ahora revivía cada día por aquel fuego que nuestro Señor había prendido en mí, y que era él mismo.

No digo con esto que en adelante todo lo hiciera bien, sin fallas. Pero mi corazón ya no desfalleció. Me quejaba a veces, seguía pasando que en ocasiones prefería a unas personas más que a otras, me replegaba cuando el dolor me desbordaba. Pero había cambiado algo, o más bien, muchas cosas: había cambiado mi fundamento, porque ahora mi amor era Jesucristo nuestro Señor, y el deseo de mi vida era servirle con todo mi ser. Ese cambio tan radical había hecho que todo lo demás se situara: Dios estaba en el centro, y al estar Dios en el lugar que le corresponde, todo lo demás ocupaba también su lugar: Prisca, a la que había amado apasionada pero desordenadamente, en primer lugar. Ahora era mi esposa amada, pero no el “todo” de mi corazón; también había cambiado el sentido de mi entrega a los pobres de la comunidad: ahora no hacía cosas movido por mi capacidad de servicio o mi compasión; ahora hacía porque Jesús, mi Señor, se había entregado hasta dar la vida y yo quería vivir entregándoles la mía. Asimismo, la relación con mi padre iba cambiando porque yo me fui haciendo humilde, y yo restablecía la relación con él desde otras bases, precisamente desde el amor. Él no me entendía, la familia y los amigos de siempre no nos entendían, nos despreciaban incluso… y el Espíritu de Jesús, que él mismo nos entregó con su último aliento, nos animaba para seguir amándoles, para responder con amor a cada situación que nos salía al paso. El Espíritu de Dios nos fue enseñando, desde el interior, cómo reconocer a Dios en cada ocasión, también aquellas en las que antes no hubiera podido más que alejarme. La vida con Prisca se hizo más intensa y la comunión más viva, porque ahora estábamos unidos no sólo por lazos humanos, sino también por lazos espirituales.  Un amor más profundo, como digo, pero también reorientado: ahora, Absoluto sólo era mi amor por Jesús, nuestro Señor, a quien pedía que me asistiera en toda ocasión, en cada cosa, hasta las más pequeñas que me tocara vivir. No es que me hiciera más blando, no. Me hice más pequeño, me hice dócil, humilde, y mi humildad fue haciéndose espacio habitado por el Espíritu de Dios, al que deseaba responder como la mano al guante. No es que siempre lo hiciera, ya lo he dicho. Pero lo que no ha faltado ya nunca ha sido esta certeza de estar habitado por Dios, que aquel día de domingo en que nos impusieron las manos, me invadió con su Espíritu y transformó mi vida al ocupar mi corazón por entero.

A partir de aquí, la vida ha sido otra. Ha habido dificultades, ha habido encrucijadas, ha habido incluso persecuciones que redujeron la comunidad a sólo una tercera parte… pero en esas situaciones resonaban las palabras de Jesucristo, el Señor: No temáis… yo he vencido al mundo. Y ya se sabe que cuando en todo buscas hacer visible a Jesús, es porque ahí está actuando el Espíritu de Dios.

Imagen: Abel Marquez, Unsplash

Deja aquí tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Al enviar aceptas la política de privacidad. Los datos que proporciones al enviar tu comentario, serán tratados conforme la normativa vigente de Protección de Datos y gestionados en un fichero privado por Teresa Iribarnegaray, propietario del fichero. La finalidad de la recogida de los datos, es para responder únicamente y exclusivamente a tu comentario. En ningún caso tus datos serán cedidos a terceras personas. Consulta más información en mi Política de Privacidad.