Venimos ahora a profundizar en el sacramento de la reconciliación en el deseo de que estas reflexiones liberadoras nos ayuden a percibir la fuerza liberadora de este sacramento.
Escuchamos a un sacerdote que pertenece a la Renovación Carismática (citamos el libro al final de esta entrada).
(…) Llegados a este punto, parece deseable abordar este sacramento de una manera precisa. El método practicado por el autor ha sido experimentado cerca de dos años. Los resultados son estremecedores. Por lo general, las confesiones rutinarias han terminado. Muchos penitentes han sido liberados de sus pecados y de sus malos hábitos. Ha habido signos impresionantes de un crecimiento real en salud y en santidad. Finalmente, numerosos penitentes consideran este sacramento lo bastante importante como para sacrificar mucho tiempo en el desplazamiento para poder confesarse regularmente. Expresan su alegría porque en el sacramento realmente se encuentran con la persona y la potencia de Cristo.
Es sobre todo fuera del confesonario, allí donde no hay colas de espera, donde se desarrolla esta forma de confesión. El confesonario en efecto limita el tiempo y el contacto directo. Sin embargo, adaptado a las circunstancias, la práctica habitual del confesonario se reconoce también fructífera.
En cada confesión, cada penitente es un caso especial. Algunas situaciones requieren que se proceda a un examen completo que incluya la identificación de la raíz del pecado, y finalmente la oración para obtener la curación requerida. En otros casos, se limitará a evaluar el progreso realizado desde la confesión anterior. A veces, será oportuno hacer una corta oración para pedir el progreso y la fuerza. Hay penitentes que desean obtener el perdón y nada más. Otros no intentan cambiar su manera de confesarse. El autor se esfuerza en respetar todos estos deseos.
Para captar mejor esta práctica del sacramento voy a presentar un plan lo bastante amplio y general, según una serie de pasos bastante concretos. Estos pasos son los siguientes:
- La confesión de los pecados.
- La identificación del mal
- La confirmación de la dificultad
- La explicación
- La penitencia y la absolución
- La oración para obtener curación, liberación y fuerza.
Estos pasos que preparan a la oración y la oración misma no son necesarios para el sacramento; no forman parte de él de modo intrínseco. Su objetivo es el de obtener más fruto.
La confesión de los pecados
La mayor parte de los penitentes, especialmente aquellos que están más avanzados en la vida espiritual, sacan provecho de la ayuda que se les pueda prestar para concretar de qué se deben confesar. Frecuentemente, el penitente recita una lista de pecados que comprenden faltas que él mismo ve como secundarias, o sin relación directa con su vida, ante las cuales no experimenta ni rechazo ni voluntad de corregirse. Quizá ha comenzado a confesarse de ellas en su adolescencia, o bien las ha sacado de la lista detallada de un libro de oraciones. En el caso particular de un penitente avanzado en la vida espiritual, o lleno del Espíritu Santo, puede ocurrir que confiese faltas de las que no se reconoce culpable. Se dice, “soy pecador y no veo nada que decir de otro”.
Es bueno entonces que el propio sacerdote se ofrezca para dirigir el examen de conciencia. Puede hacerlo de esta manera:
Ponte profundamente en presencia de Dios… Vacíate en tu interior y deja que el Espíritu Santo te convenza y te muestre de qué necesitas arrepentirte en tu vida… Toma conciencia de que Dios tu Padre ama a su Hijo Jesús con el amor infinito de un Padre… Toma conciencia de que Jesús ama a su Padre con toda la devoción de un Hijo… y el Padre ama a Jesús en ti, te ama como ama a su Hijo… Jesús ama a tu Padre en ti, y te ama como a su hermano… El Padre ama a sus otros hijos en ti, con un amor que pasa de ti hacia ellos… Jesús ama a sus otros hermanos y hermanas en ti, con un amor que pasa de ti a ellos… Este intercambio de amor mutuo del Padre y del Hijo pasan a través de ti ininterrumpidamente… Este amor que pasa a través de ti, el amor que une al Padre y al Hijo, es el Espíritu Santo… Pregunta ahora al Espíritu Santo que te muestre lo que en tu vida impide pasar al amor… ¿Qué hay que echar fuera de tu vida para que este gran desbordamiento de la vida de Dios en ti pueda pasar más fácilmente?
Lo que normalmente resulta de tal examen es que el penitente menciona expresamente uno o dos pecados, en su modo de expresarse. Si tiene necesidad de precisar el número o la naturaleza, podrá hacerlo a continuación.
A veces uno se encuentra también ante confesiones tan generales que se ve claramente que el penitente no tiene rechazo ni arrepentimiento reales. Esto puede venir de que no considere que tiene pecados mortales, de donde concluye que no tiene nada que confesar. O puede igualmente provenir de una concepción superficial de la caridad según la cual no hay pecado más que cuando se hace mal al prójimo voluntariamente. En estos casos podrá ser útil preguntar al penitente si se reconoce pecador, si le parece que no ha mantenido su palabra cada a cara con Dios, si cree que ha servido suficientemente a su familia o a su prójimo. Si manifiesta rechazo por su pecado, al menos de una manera general, el sacerdote podrá emprender con él un examen de conciencia semejante al que acabo de indicar.
La identificación del mal
El pecado que declara el penitente no es ordinariamente más que la punta del iceberg que emerge del agua. De hecho, hay una raíz más profunda de la que no se habla, y que quizá se ignora. Son raros los penitentes que saben identificar lo que se encuentra en la raíz del pecado y que lo mencionan explícitamente.
Si muchos de los alcohólicos o drogadictos se entregan a la bebida o a la droga, no es porque amen el alcohol o la droga más que los demás. Ellos se entregan a ellas porque tienen problemas o necesidades fundamentales a las que no pueden escapar momentáneamente más que por la bebida o la droga.
Lo mismo se puede decir cuando algunos llegan a faltar a la caridad, montar en cólera o revolverse contra los otros… no es que ellos quieran hacerlo así, sino porque experimentan dicha necesidad a causa de otros problemas más profundos. Y lo mismo para las personas que están atrapadas en el odio o la envidia, que destruyen, mienten, que se expresan con violencia, a causa de que su vida personal no está ordenada.
Pueden bastar algunos segundos para identificar la raíz del pecado, para que sacerdote y penitente se pongan de acuerdo y reconozcan la fuente del pecado. De entrada, el sacerdote escucha atentamente la confesión de las faltas. Después pide al Espíritu Santo que muestre a ambos cuál es la fuente del pecado. A menudo sucederá que el sacerdote diga al penitente: “Detengámonos algunos instantes y preguntemos al Espíritu Santo para que nos haga conocer exactamente lo que te lleva a pecar y te impide creer en la unión con Dios.”
Ahí está el punto del que arranca la fe, una incitación a las dos partes a creer que el Espíritu Santo les revelará lo que necesitan saber. Para superar el temor que se tiene a hablar en esta situación de aquello de lo que sólo se tiene una intuición, es necesaria la confianza. El sacerdote debe mantenerse todo lo posible en una actitud de oración. Debe poder discernir los signos que revelan que la luz viene del Espíritu Santo y los que indican un origen puramente humano. Dichos signos se describirán más adelante, en el paso de la confirmación. Aquí, se trata para el sacerdote y para el penitente más bien de escuchar que de evaluar. El mayor peligro no es el de menospreciar las inspiraciones, sino el de no escuchar. Hace falta aguardar esto que el sacerdote recibe en este momento como gracias de iluminación particulares. Tal es la experiencia del autor, confirmada por otros confesores y laicos, que aparentemente procede del “secreto del corazón” y de la “revelación” de la que habla san Pablo en la primera carta a los Corintios (1Cor 14, 25-26).
Después de un silencio para escuchar al Espíritu Santo, el sacerdote o el penitente puede plantear alguna cuestión, o bien establecer inmediatamente aquello en lo que, a su parecer, reside la fuente de la dificultad. Estas declaraciones pueden tomar alguna de estas formas:
- Me creo mejor que él, por eso le hago de menos.
- Estoy celoso de su éxito, mientras que yo he tenido que esforzarme tanto para triunfar.
- Siempre pienso que no caigo bien a los otros, y mi agresividad los aleja de mí.
- Sufro de ver que es más popular que yo.
- No me controlo más que cuando he bebido.
- La cólera me invade cada vez que me dice que haga algo.
- Tengo miedo de que la gente pueda descubrir que yo no soy sincero.
- Estoy contra Dios pro la situación en la que me ha puesto.
- No creo que Dios me ame. Es un juez y castiga.
- No puedo soportar que la gente haga algo por mí.
- Experimento placer al dominarla.
- Sólo pienso en mí.
- Encuentro placer en dirigir mi cólera contra ella.
- Necesito demostrar que soy mejor que ellos.
- Estoy terriblemente asustado de pensar que no llegue a lograrlo.
También puede ser el sacerdote el que ponga algún ejemplo…
- Te crees perseguido y devuelves los golpes.
- No confías en nadie.
- Presentas las cosas de manera que te beneficie.
- Tienes demasiado miedo al qué dirán.
- Quieres castigarte.
- Te has vuelto esclavo de tal cosa.
- Crees que no se te puede perdonar.
- Te atraen los niños.
- Te sientes frustrado por tus votos.
- Tienes miedo de lo que Dios pueda pedirte, si te decidieras a cambiar.
- No quieres confiar en nadie, ni siquiera en Dios.
- Buscas excusas para huir de tus responsabilidades.
- Quieres que todo el mérito y toda la gloria sean tuyos.
- Deseas más el poder del dinero y la consideración que a Dios.
- Te sientes impotente cada vez que sucede esto.
Estos no son más que una muestra de la gran variedad de expresiones que pueden ayudar a reconocer el problema de base. Con frecuencia, el penitente habla de una experiencia vivida durante su infancia en la que sus padres le han rechazado, de una experiencia en la escuela en la que fue ridiculizado; o bien, se le engañó para participar de un lío sexual al comenzar la adolescencia; o incluso, llegado a la edad adulta, sus ofertas de amor han sido rechazadas o traicionadas. Todos estos recuerdos vienen al espíritu del penitente más claros e inteligibles que nunca antes. Incluso si los rechaza, ve que son elementos perturbadores de su psique. Gracias al poder del Espíritu, los reconoce como elementos ocasionales implicados en su culpabilidad.
Un penitente describe su experiencia en estos términos:
Desde el mediodía en que me impuso las manos para que fuera curado de todos mis recuerdos pasados (los malos recuerdos), me encuentro totalmente en paz. Me siento otro: libre y tan feliz que no acabo de creérmelo. Es una felicidad que antes no había sentido nunca. Sé que no me puede suceder nada. He salido y nadie me puede quitar lo que he recibido. Sé que me queda un largo camino por recorrer, pero esto mismo no me angustia como en el pasado. Dios me ha mostrado en tantas ocasiones que estaba conmigo que ahora no tengo duda.[1]
[1] M. SCANLAN, Puissance de l´Esprit dans le Sacrement de Pénitence, Pneumathèque, Paris 1977, pp. 21-42.
Imagen: Josue Scoto