Si estás leyendo este blog, seguramente sabes que la oración es importante. Posiblemente, sabes también algunas cosas sobre la oración: a qué llamamos oración, por qué se recomienda tanto y algunas otras cosas relacionadas con ella. Pero puede que también te suceda que, como nos pasa con otras cosas buenas, el saber qué son no garantiza que las vivamos. Tenemos la extraña costumbre de saber algunas cosas, recomendarlas a otros incluso, y no vivirlas. Con la oración nos pasa (como con algunas otras de esas cosas buenas que valoramos, que recomendamos y no vivimos) que no acabamos de encontrar la puerta de entrada a ese mundo deseable: esa puerta de entrada que se te abriría a partir de encontrar un tiempo para rezar, esa puerta de entrada que requiere que quites tus ideas acerca de lo que la oración es o debería ser y que te permitas, ante Dios, ser quien eres, quien él te llama a ser. ¿Por qué digo lo de la “puerta de entrada”? Porque a menudo intentamos orar haciendo lo que nos han dicho que hagamos, diciendo lo que nos han dicho que digamos, pero lo hacemos y decimos como palabras prestadas que no nos permiten encontrarnos a nosotros mismos ante Dios.
Hay muchos obstáculos que debemos remover antes de orar en verdad. Por eso, en estas entradas vamos a venir a algunas cosas que dice el Nuevo Testamento sobre la oración (¡dice muchísimas más!), con la intención de que estas palabras de Jesús que vienen a iluminar nuestra vida, te sirvan para encontrar un modo de relacionarte con Dios que sea la música de tu vida, y dé el tono a todo lo demás.
En las entradas anteriores hablábamos de las actitudes que hemos de tener (y las que no), y de la importancia de dialogar con Dios a partir de la Palabra que hoy nos dirige. Ahora bien: la oración es una conversación divina, y es el Espíritu Santo el que hace posible ese encuentro entre Dios y nosotros. Así nos lo enseña Pablo de Tarso en la carta a los Romanos: el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos pedir como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad (Rom 8, 26-27). Nos enseña Pablo cómo el Espíritu de Dios, el mismo que habitaba a Jesús de Nazaret y que él mismo nos ha entregado para que nos conduzca como a él, habita en nuestro interior y nos enseña cómo dirigirnos al Padre y cómo reconocer las palabras que suscita en nosotras, en nosotros. También nos da la fuerza de responder a ellas y nos muestra cómo estar en el mundo al modo de Dios. Y todo esto lo hace el Espíritu en nosotros a través de mociones interiores que nos indican cuándo nuestro modo de vivir es el modo de Dios y cuándo se aleja de él. Se hace necesario priorizar esta escucha de Dios en nosotros, si la posibilidad de vida que se nos ofrece es la de ir respondiendo en la vida al querer de Dios, que el Espíritu nos va mostrando. Se perfila así una vida vivida en el amor (aunque nos cueste media vida, o más, descubrirlo): una vida en la que hemos conocido el amor del Padre tal como se ha manifestado en la persona de Jesús, y se nos da el Espíritu para vivir recreando ese aspecto del Rostro de Jesús que cada uno y cada una de nosotros estamos llamados a manifestar.
La propuesta para orar en esta semana es la siguiente: haz silencio, vuelve a tu interior y reconoce esos gemidos inefables que el Espíritu suscita en tu interior para conducirte según el querer del Padre. Quizá al principio te cueste reconocerlos, ¡puede que necesites más de una semana!, o quizá experimentes resistencias. Verás que ese movimiento profundo, inefable y más tuyo que ningún otro movimiento que experimentas, se te presentará como deseable en la medida en que deseas secundar el querer de Dios. Y será el mismo Espíritu, más que tú misma, más que tú mismo, quien lo realiza amorosamente en ti.
El documento Aprendizajes vitales. Relación con Dios, que te puedes descargar aquí, te ayudará a hacer este recorrido.
Imagen: Josiah Gardner, Unsplash