Lectura del Profeta Ezequiel (17,22-24)
Sal 91,2-3.13-14.15-16
Lectura de la segunda carta de san Pablo a los Corintios (5,6-10)
Lectura del santo evangelio según san Marcos (4,26-34)
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: «El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha.»
Les dijo también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra.»
Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.
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La Palabra que se nos proclama cada domingo, nos trae a Dios. Cada domingo –cada día, si quieres-, Dios nos dirige su Palabra, una Palabra que toma todos los tonos y tiene todos los matices y es capaz de todos los colores, y al dirigirnos su Palabra ilumina nuestro espíritu. Si permanecemos a la escucha, acogemos esa Palabra, y lo que Dios nos dice con esa Palabra nos va transformando: la primera transformación es que tus oídos, que igual escuchaban “historietas” o “cosas sabidas” o “ni idea de qué está hablando”, empiezan a escuchar palabras de vida que quizá no sabes vivir, pero que puedes reconocer que son vida. La siguiente transformación que se da en ti es que esa verdad, o belleza, o sabiduría o esperanza o sentido que descubres en la Palabra de Dios va desbancando tus palabras, que no son capaces por sí mismas de producir ninguna de estas cosas. La siguiente transformación es la que hace que quieras vivir lo que estas palabras despiertan en tu interior, y encuentras en ellas la fuerza para entregarte a esa vida nueva. La siguiente transformación, la definitiva, es que deseas y te entregas a que otros vivan lo que a ti se te ha dado vivir, y para eso pides al Espíritu, que sale tantas veces en esta Palabra, que lo haga en ti, porque tú no puedes.
Vamos a concretarlo, si te parece, con la Palabra de este día. Jesús nos cuenta una parábola. Una cosa que aprendemos al escuchar la Palabra de Dios es que, siempre que nos cuenta una parábola, vamos a asistir al fenómeno de ver la vida, esa vida de todos los días que conocíamos tan bien, a otra luz distinta de la que conocemos.
Porque lo que dice, si nos quedáramos en el nivel biológico, es algo que conocemos y que siempre se comporta igual: el proceso de desarrollo de una planta desde que se siembra hasta que se siega. Pero cuando Jesús te lo cuenta, todo cambia. Primero, porque él ve que en ese proceso te puede enseñar algo de lo que no sabes nada y que necesitas imperiosamente conocer: el Reino de Dios. Y resulta que eso tan grande, tan misterioso, tan necesario para vivir, se parece a algo tan conocido y cotidiano que no reparas nunca en ello. Cuando caes en la cuenta, te admiras de ese proceso misterioso y fecundo, descubres el lugar en que los humanos hemos de intervenir y aquel otro tiempo, largo, en que las cosas se gestan en lo profundo, sin que hagas nada… te admiras de la sabiduría que hay en los procesos naturales, te sobrecoges ante el misterio por el cual esa semilla que ha de ser sembrada por otras manos y debe pudrirse en el seno de la tierra da lugar a una planta fecunda; te dejas instruir por la necesidad que hay en el hecho de que para que el fruto llegue adonde tiene que llegar ha de morir como la planta que es… Y para cuando te quieres dar cuenta, sabes un montón de cosas del Reino del que Jesús venía a hablarte…
Además, cuando escuchamos la Palabra y respondemos con nuestra acogida, con el deseo de guardarla en el corazón para que vaya iluminándonos desde ahí, desde la actitud atenta que no quiere desatender lo que has descubierto que importa más que lo demás… la Palabra te va transformando. Te vas descubriendo en diálogo con Dios, y vas descubriendo más cosas de Él, y de su modo de hacer en el mundo, de su lógica.
Por ejemplo, caes en la cuenta de lo que pasa entre los textos. En la primera lectura, el Señor Dios dice a través de Ezequiel que va a realizar un signo: va a coger una ramita tierna del alto cedro y la va a plantar en la cima del monte más alto de Israel y llegue a ser un cedro noble. ¿Y por qué lo hace? Porque así actúa el Señor: Y todos los árboles silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos. Este modo de actuar que escoge lo pequeño y lo eleva, que eleva a lo pequeño para hacerlo más grande que todo lo demás, es parte de la lógica de Dios que atraviesa toda la Biblia… en el Antiguo Testamento, Dios actúa así. En el Nuevo Testamento, Jesús sigue valiéndose de estas imágenes para hablarnos del Reino de Dios, de la lógica que mueve este Reino al que nos quiere introducir: en este caso nos ha hablado de la semilla de mostaza, la más pequeña de las semillas pero que, una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra. ¿Ves? Otra parábola por la que Dios nos instruye, otra parábola para guardar en el corazón y dejar que lo ilumine, que desbanque nuestras ideas y nuestras palabras y nos haga ligeras y dichosas de nuestra pequeñez que hemos aprendido a amar cuando la hemos contemplado desde la mirada, desde la lógica de Dios.
Imagen: Todd Quackenbush, Unsplash
Es cierto que la semilla va mutando hasta un árbol grandioso sin que apenas lo percibamos, solo cuando hacemos una visión retrospectiva podemos contemplar ese despliegue que “calladamente” se ha ido produciendo. En el día a día casi no nos damos cuenta pero si nos paramos a valorar donde estamos ahora y donde estábamos hace un año, sin duda se observa ese cambio en la sensibilidad, en la delicadeza, en la ternura que incesantemente nos alienta Dios, y que nos transforma animándonos a ser mas luminosos y misericordiosos a imagen suya. Así es como yo lo siento en mi vida desde hace unos años atrás hasta hoy.